Hace ya unos cuantos años trabajé durante las vacaciones universitarias oficiales para una academia en Valencia. Ofrecían cursillos de ofimática y contabilidad a empresas pero el negocio les estaba flojeando -porque era verano, supuse- y habían tenido que arremangarse para recolectar clientes sin CIF uno por uno. Los jueves me presentaba allí a las once y enseñaba a usar hojas de cálculo a un contable cuarentón (entonces no había cuarentañeros) que posiblemente se viera a punto de perder el último rayo teleportador de la informática. Aunque a mí me gusta pensar que se fijó a tiempo en que, dejando que las cuentas se hicieran solas, trabajaría menos horas. Cada miércoles por la noche, en casa, yo arrancaba la copia pirata de Excel en el ordenador del Doctor Maligno, pulsaba F1 y me preparaba en diez minutos las dos horas del día siguiente.
Mis otros alumnos exigían aun menos trabajo. La clase era de Introducción a la Informática. El grupo estaba formado por una mujer de treintaytantos (entonces las de treintaytantos no eran chicas), un matrimonio mayor y otro hombre de edad avanzada y cara de simpático. Solo que el grupo no era tal: la pareja eran los padres de mi jefe, el otro señor era un amigo de ellos y la mujer de trentaitantos era la novia del socio de mi jefe, que además hacía las veces de secretaria y también, tras las dos primeras clases, novillos. En otras palabras, mi grupo de alumnos no era más que una farsa para hacer creer al viejo simpático, el único alumno con la matrícula pagada, que tenía compañeros en el aula. El padre de mi jefe cumplió a la perfección su papel de gancho interesado en un principio, pero debo decir que cuando se vio capaz de comprender a un ordenador empezó a tomarse las lecciones con tal entusiasmo que los ánimos que daba a su amigo pasaron a parecerme reales. O a lo mejor era cosa mía, intentando convencerme de que no tenía un 75% de alumnos de atrezzo.
El verano transcurrió tropezando de fiesta en fiesta, que es como deben transcurrir los veranos. La academia me pagó el dinero que me debía ahorrándome la molestia de firmar nada y volvió a su ocupación habitual de enseñar márketing y Contaplus. El viejo simpático no solucionó sus problemas con la informática, creo que porque en el fondo no entendía que fuera él quien debiera adaptar su forma de pensar a la de una máquina y no al revés. Alguien de la academia iba a su casa cada semana y hacía de traductor entre su cerebro y la mentalidad de Windows 98. Y al poco recibí una llamada telefónica: el chico no podía seguir atendiendo al abuelo, y tal vez me interesara a mí.
Las dos primeras clases particulares siguieron más o menos la misma estructura que en la academia, pero el hombre se cansó pronto de tantos ejercicios. Quería utilizar el ordenador para sus propósitos, no caer enfangado en un aprendizaje que, claramente, no terminaría nunca. Dichos propósitos eran dos: (1) terminar una novela que había empezado a escribir tiempo atrás con algún procesador de texto para MS-DOS, y (2) bajar porno. Los profesores particulares sin capacidad de adaptación no duran mucho en el negocio, así que en menos que canta un gallo teníamos un eMule instalado y unas cuantas direcciones de internet apuntadas. El sistema, a grandes rasgos, funcionaba solo y no requería más intervención mía que cuando bajaba algún vídeo que no le gustaba o cuando perdía algún vídeo que sí entre la maraña de carpetas.
La novela se complicó más. Era una epopeya espacial, escrita durante años, que narraba los avatares de una civilización tecnológica a lo largo de milenios, y cuyo argumento daba bandazos según lo que le estuviera pasando por la cabeza a su autor en el momento de escribirla. Dado que tenía una buena formación filosófica, ampliada con el tiempo gracias al hecho de tener pasta gansa, se le notaban en la escritura las corrientes que llamaban su atención en cada momento. El texto necesitaba una edición muy seria, que el hombre estaba decidido a acometer animado por los premios de cajas de ahorros que habían recibido algunos de sus relatos cortos, pero su Word no sabía leer los diskettes donde lo tenía guardado. Codificación de caracteres no-ASCII. Al final dejé de ser un profesor particular y pasé a actuar de secretario, solo que el café me lo traía él a mí a cambio de que yo le ayudara con la descarga de vídeos de señoritas. Era cómodo para ambas partes. Yo aparecía una o dos veces a la semana y traía bajo el brazo capítulos de su novela pasados, es decir, legibles por sus programas actuales; ya que estaba allí, también le ayudaba con los dolores de cabeza que le estuviera dando Windows en el momento. Y el trabajo que me llevaba a casa lo hacía en la sombra y en un pispás una macro de Word que grabé tan pronto como se me ocurrió hacerlo.
El viejo enfermó y empezamos a vernos menos. Ya tenía toda su novela lista para editar y le hicieron agua los pulmones. Entraba y salía del hospital, y poco a poco dejamos de llamarnos. Aunque he pasado un par de veces por delante de su casa, jamás le he dado al timbre. Ni creo que debiera: éramos igual de importantes el uno para el otro. Yo era un chaval de veintitantos, él un viejo de setenta y tantos (entonces no se les llamaba maduritos), con solo el porno y la ciencia-ficción en común. Pero al menos en eso, creo que estábamos de acuerdo.
Pásate un día, aunque sea sólo para saber si le dio tiempo a acabar su novela...
Enviado por: Santo, 2 de Noviembre 2008 a las 02:22 PM