En el fondo creo que siempre había querido ser ese profesor superchachi del que los alumnos se jactan ante sus amigos. Mi idea era convertirme en ese tipo capaz de dar unas clases divertidas a la vez que útiles, sentarme encima de la mesa y entretener educando, tener la ocasional salida de tono y dar explicaciones ingeniosamente alternativas sobre los temas aparentemente más aburridos. No nos engañemos: El club de los poetas muertos hizo mucho daño en su momento.
Por tanto, cuando empecé a trabajar en la academia vi mi oportunidad de oro. Con las clases particulares me había ido bastante bien, pero ahora tenía un grupo de alumnos a mi disposición y podría maravillarles a ellos y a todo el mundo cuando empezaran a aprobar sus asignaturas por arte de magia. El primer día no me senté en la mesa porque el Doctor Maldad y mis propios jefes ya me habían advertido que los alumnos aprovecharían cualquier muestra de debilidad para tomarme manga por hombro. Pero tampoco creí necesario convertir aquello en Guantánamo Junior y, con el paso de los días, procuré que comprendieran que aunque no toleraría gritos ni peleas, sí disponían de una cierta libertad de comunicación. Los días siguieron pasando y algunos eran mejores que otros. Procuré modular levemente mi actitud, pero no siempre conseguía los mismos efectos. Si tenemos en cuenta que ni siquiera con según qué sistemas operativos informáticos igual acción equivale a igual resultado, era lógico que con niños y adolescentes no hubiera forma de saber lo que iba a pasar. Pero yo lo intentaba de todas formas, buscando la panacea que convirtiera mis clases en las que había visto en las películas.
Imposible. Al menos, imposible tal y como yo planteé la situación. No dejaba de ser normal que llegasen rebotados del colegio y el cuerpo les pidiera jarana, pero los días que se lo tomaban a pecho podía ir dando la clase por perdida. Una explicación que en condiciones normales liquidaría en cinco minutos me costaba media hora de interrupciones constantes para pedir silencio, cambiar a gente de pupitre, exiliar a los instigadores a la celda de reclusión vacía de al lado y, en los casos más extremos, amenazar con llamadas telefónicas a casa. No hacía más que defender el derecho de quienes querían aprender frente a sus agresores, pero de todos modos ellos perdían una clase que podía serles útil y yo perdía los nervios. Hasta cierto punto, claro, que uno tampoco se obsesiona con tanta facilidad. Pero sí llevaba algún tiempo preguntándome si no habría otra manera más eficiente de hacer las cosas y, ya que estamos, evitarme tener que gritar.
Así que el martes, después de dos o tres días seguidos de guerra de guerrillas, me decanté por el ataque preventivo. Escribí una serie de reglas en la pizarra porque, pese a las apariencias, sienten un respeto casi sectario por la palabra escrita. Manu decide los sitios, sin quejas. No se habla si no es para preguntar dudas. Y dos o tres prohibiciones más para enfatizar el aspecto de Lista Sagrada de Mandamientos, muy pobre si solamente son dos. Puse mi cara de póker y repetí la palabra "Silencio" infinitas veces durante los cinco primeros minutos de clase hasta que, milagro, se hizo. También me inventé un sistema complicado de anotaciones en mi agenda (círculos, cuadraditos) del que no expliqué las reglas. Que se entretengan averiguándolas. Y, aunque mi lado antiautoritario se removía inquieto, logré aplacarlo con las excusas de siempre: en realidad lo hago por su bien, así al menos podré conseguir que algunos pasen el curso y de paso aprendan algo, el despotismo ilustrado no es tan mala idea si se aplica a adolescentes. Lo de siempre, como decía. Pero hoy han salido de la boca de un alumno las palabras "campo de concentración", y de la mía las palabras "se acabó la tontería". En realidad ni siquiera le habría dado más vueltas de no ser por la sonrisa divertida de Bego cuando se lo he contado. Se acabó la tontería. Joder, qué frase más fea.
Y entonces he pensado que era yo quien había tomado la decisión, no un viejo profesor resentido por nostalgias de tiempos mejores. Que en las circunstancias no tenía más opciones, que se podía ir a la mierda El club de los poetas muertos. Había olvidado que el hecho de que alguien sea adolescente no significa que no pueda ser un pequeño buscabullas desagradable, sino sólo que todavía no se le puede considerar culpable del todo y que está a tiempo de dejar de serlo. La mismísima palabra, educación, significa cambiar el comportamiento de la gente. Y si tienes miedo de hacerlo, mejor que no empuñes nunca un rotulador de pizarra, pequeño. Andarse con remilgos significa permitir que cuatro cretinos te impidan dar al resto lo que necesita. Yo, el bueno; de eso estoy seguro. Ellos, los malos.
Es posible que más adelante pueda relajar la disciplina, llegar a un punto de equilibrio desde el lado oscuro, pero era imposible alcanzarlo desde mi actitud buenrollista inicial. Funciona en chavales de dieciocho, pero no de trece. Tal y como estaba llevando la partida, mi mejor jugada era el enroque. Y de todas formas, en palabras de cierto personaje de cierta novela de cierto autor, las clases son mucho más interesantes desde que se hacen a mi manera.
Interesante disertación. Como dice un compañero de trabajo, profesor de vocación (yo solo porque no saque nota para otra cosa en selectividad), lo importante es que se diviertan, lo demas vendrá despues.
Enviado por: Juanpe, 13 de Febrero 2005 a las 03:13 AMAlgún día escribiré un post sobre la sensación de poder y lo relacionada que está con la docencia...
Disfrutaba como una enana las clases que daba "a mi manera".
Enviado por: Charlotte, 14 de Febrero 2005 a las 03:57 AMDe hecho tu historia me recuerda, salvando las distancias, a algunas veces haciendo de máster.
Tú te preparas la partida (o la clase de mates, que lo mismo da) y ellos, sin motivo aparente, prefieren dedicarse a hablar de sus cosas sin hacerte caso.
Tengo un colega que cada vez que se perdía la atención de la partida hacía surgir unos cuantos esqueletos del suelo. Una cosa es joderle la narración al máster y otra muy diferente es jugar con la vida de tu PJ. Y el truco funcionaba.
Una pena que tú no puedas hacer lo mismo con tus alumnos.
Coincido con lo de la sensación de poder en la docencia; el problema es que Manu no tiene por donde pillar a sus alumnos, pues en una academia no hay represalias posibles (al menos hasta donde yo sé).
Enviado por: Gaztakin, 14 de Febrero 2005 a las 05:35 PMEstrategia Snape, eh? Aaaah, maligno...
Enviado por: Aranluc, 21 de Febrero 2005 a las 02:27 PM