Los polacos que hacían noche en la misma casa que nosotros eran gente simpática. Yo trabé alguna que otra charla en inglés con el chico (Piotr, creo que se llamaba) pero no conseguí averiguar si estaba en París de turista o de cristiano. Las conversaciones tendían a girar alrededor del heavy metal, así que me formé una opinión que no pude confirmar nunca. Las tres chicas españolas sí tenían aproximadamente nuestros mismos planes aunque no escucharan heavy. Eran majas, e incluso hicimos visitillas culturales y tomamos algunas cervezas con ellas. Pero también eran algo más cortadas que nosotros y decidieron que debían presentarse como mínimo a algunos de los actos de Taizé, aunque fuera por guardar las formas. Nosotros, para entonces, ya habíamos hecho voto de no dejarnos ver en ninguna macroconcentración cristiana, no fuera a ser que lo grabara alguna televisión y acabáramos siendo el blanco de las burlas de los amigos, por entonces todos muy punkis. Además, no teníamos tiempo. Había mucho que ver. De las reprimendas, si es que llegaban, ya nos encargaríamos en su momento.
Estuvimos casi toda la mañana con las chicas viendo la tumba de Napoleón y dejando pasar el rato hasta que llegara la hora de nuestra cita con mi contacto en la ciudad. Marine llegó puntual a la estación donde habíamos quedado, pero creo que fuimos nosotros quienes nos perdimos. De todos modos acabamos encontrándonos (¡sin teléfonos móviles, señora!) y fue de puta madre volver a verla cuando sólo quince días atrás pensaba que jamás nos cruzaríamos de nuevo. Pasamos la tarde con ella en Joinville y, como sospechábamos, fue la intermediaria perfecta para conseguir suministros y recursos lejos del hogar. Respecto a la nochevieja, nos explicó que sus amigos iban a organizarla en alguna casa, pero que la pandilla estaba en un momento difícil (discusiones, líos de faldas y demás) y podía suceder cualquier cosa. Acordamos que yo iría llamando por teléfono a las horas de estar en casa y volveríamos a encontrarnos el mismo 31 de diciembre.
Y el día y medio que quedaba hasta entonces transcurrió a caballo entre las cervezas, el frikismo y los monumentos de París. Recorrimos la ciudad de cabo a rabo, con perdón de la expresión. Tanto entrar en el metro por la gracia de Dios nos parecía abusar demasiado de Su Bondad Infinita (TM) y también nos hacía temer Su Justa Ira (TM), así que a veces saltábamos las máquinas como en las películas. Por lo general íbamos por nuestra cuenta, aunque nos juntamos un par de veces con las chicas y otro par con la hermana de Braktor. Tenían pensado desde el principio hacer lo imposible por colarse en el museo del Louvre, así que no podíamos perdernos aquella jugada. Como mínimo, sería divertido. Un amigo suyo, el organizador y cabecilla visible, llevaba un carnet de Estudiante Internacional al que pensaba sacar un buen partido.
Nos dirigimos directamente a la entrada de grupos y, en la mejor tradición de Superdetective en Hollywood, nuestro amigo le pasó el carnet por la cara al funcionario de turno y empezó a parlotear acerca de la Universidad de Salamanca. Nosotros éramos un grupo de estudiantes que había concertado meses atrás una visita no guiada al museo. El bedel nos comunicó que no le constaba ninguna Universidad de Salamanca. Sorpresa. Nuestro Eddie Murphy le dio más datos: éramos un grupo de Historia del Arte y la facultad nos había becado para una visita a París. El funcionario volvió a consultar sus papeles. Eddie seguía hablando. Hubo algún cruce de llamadas telefónicas. Volvió a pasar ante sus aburridos ojos el carnet de Estudiante Internacional. Y finalmente, tras esos momentos tensos en los que se echa de menos un redoble de tambor, nos entregó el premio gordo: acreditaciones para todos. No creo que haya mucha gente en el mundo que pueda decir que se ha colado en el Louvre. Y supongo que, de ellos, muchos menos podrán decir que lo han hecho mientras estaban de incógnito en una ciudad tomada por las tropas de Juan Pablo II. Muerde el polvo, Código da Vinci.
La tarde del día 31 de diciembre Bolingo y yo hablamos, creo que por segunda vez, con nuestra anfitriona. Fue para decirle que no iríamos aquella noche a dormir: teníamos unos amigos en París y celebraríamos el año nuevo con ellos. Dormiríamos en su casa y oiga, señora, no se preocupe, que nosotros a las ocho de la mañana sin falta estamos plantados como estacas en la iglesia del barrio para la misa de despedida. Cogimos el metro y, ya convenientemente alejados, compramos los ingredientes para el calimocho cutre más caro de la historia. La versión francesa de Cola Tof más Casón Histórico, pero a precio de Rioja. Un día es un día, y por entonces una nochevieja sin calimocho no era una nochevieja. Finalmente la fiesta era en casa de una amiga de Marine, aunque seríamos menos gente de la esperada porque (creo recordar) la pandilla se había deshecho en dos. En aquella fiesta aprendimos algunas cosas y, porqué no decirlo, también nos pusimos como cubas. Lección uno. Las chicas francesas besan en la mejilla al ser presentadas, pero sólo una vez. Es incómodo ir a dar un segundo beso y ver como apartan la cara, así que esto lo aprendimos rápido. Marine era una excepción. Lección 2. No es buena idea pasar la nochevieja junto a un grupo que no sólo no comparte ningún idioma contigo, sino que tiene tantas preocupaciones en la cocorota que ni le importa. De nuevo, Marine fue la excepción. Y si además te dedicas a hacer cosas horriblemente desagradables como mezclar vino barato con cocacola en una cazuela, servirlo en vasos de plástico y tragarlos por docenas, la situación no mejora. Salir de aquella casa a las frías seis de la mañana fue la lección 3, la más jodida de todas. Me despedí de Marine en el portal, convencido de que esta vez sí era la última que nos veríamos en la vida. Falso otra vez, pero el golpe de suerte que me llevaría de nuevo a París más adelante... es otra historia.
El resultado de todo aquello fue que acabamos pasando una de las mañanas más divertidas de nuestra vida. Todavía borrachos, decidimos que la mejor idea era evitar el frío metiéndonos en los vagones caldeados del metro. Nos transformamos sin saberlo en los Tres Viajeros Zen del Sinsentido: escogimos una línea y la recorrimos de punta a punta dos o tres veces mientras bebíamos el calimocho que no habían querido que dejáramos en aquella casa, con lo educados que fuimos al ofrecérselo. El momento Yin tuvo lugar cuando decidimos que nos íbamos a presentar de verdad en la misa de ocho del barrio. Nos pareció una idea estupenda. El momento Yang ocurrió cuando Braktor alcanzó la conclusión de que lo que realmente le pedía el cuerpo era utilizar el pasillo del vagón desierto como escenario improvisado para imitar a Chiquito de la Calzada. No puedo, no puedo. Por supuesto, el vagón continuó desierto hasta que lo abandonamos. Ya no nos quedaba calimocho.
El impacto gélido al salir de la estación y el paseo bajo cero hasta la iglesia consiguieron el mismo efecto que hubiera tenido la vitamina B12 en vena: nos devolvió un poco a la realidad. Visto con perspectiva, fue una suerte. De lo contrario podríamos haber acabado tragándonos la misa entera, y lo que para nosotros era una conversación a susurros debía parecer a oídos franceses una sarta de risotadas etílicas sin control. La sobriedad nos hizo abandonar la iglesia a los diez minutos y esperar fuera, fumando y pasando frío, a que terminara la ceremonia. Recogimos nuestras cosas de casa, nos despedimos de Piotr y su novia y, ya en el autobús, descubrimos que Bolingo y yo habíamos sido los únicos que no sufrimos las iras de nuestra anfitriona durante aquella última mañana. Las pobres chicas habían recibido una enorme bronca a la francesa por pasar completamente de las actividades cristianas y dedicarse a hacer turismo, cuando ellas precisamente eran quienes se habían preocupado de aparecer de vez en cuando. A nosotros no nos dijo ni esta boca es mía; incluso nos despidió con una sonrisa. La vida es injusta. O eso, o Bolingo impone mucho. Que también.
En la primera estación de servicio compramos pilas para los walkmans y dormimos el sueño de los justos durante todo el viaje. Excepto cuando fumábamos, claro. Y cuando parábamos a comer. Y durante otro par de momentos en los que yo, al menos, intentaba asumir todo lo ocurrido y sólo era capaz de concluir entre la vigilia y el sueño que aquel final de año era para contarlo.
Jeje , envidia sana he sentido leyendolo, divertida historia.yo ando preparando un viajecito alli para marzo, tengo ganas de volver.
Enviado por: pekeñogranhombre, 8 de Febrero 2005 a las 04:50 AMBueno, peacho de Road Trip, no?
Jo, nunca pensé que ser cristiano fuese tan divertido...
Enviado por: Jamfris, 8 de Febrero 2005 a las 11:44 AMLo que de verdad nos preguntamos todos ahora es... ¿Qué nuevas aventuras protagonizará nuestro Antihéroe con la Chica de la Película? La respuesta, en el próximo capítulo. O no.
No, si lo de los dos besitos en la mejilla también lo sufrí yo en Inglaterra. A la primera sí, porque no me acordaba (le pedí disculpas al instante, faltaba más, pardillo ante todo), pero a las demás un estrechón de manos y santas pascuas, no fueran a creer que se les había colado un violador en casa.
Enviado por: Veti, 9 de Febrero 2005 a las 04:54 PMApasionante peripecia.
Yo tengo una amiga que se va todos los veranos a Roma con unos descuentos de la leche, porque está de catequista y los frailes de su iglesia que son muy enrollaos se la llevan. La chica le echa un ojo al Papa, a ver que tal anda, y luego pilla el tren y se va por ahi por italia a jartarse de pizza y otras cositas.
Si, ser cristiano tiene su punto...
Enviado por: Aranluc, 12 de Febrero 2005 a las 03:28 AM