13 de Agosto 2004

[Formentera] Amanecer en el paraíso

El título es de Susana, igual que la siguiente anotación:

Hoy sí que sí. Al abrir los ojos el sol se alzaba sobre el agua cristalina. Hemos devuelto las hamacas a su sitio y nos hemos zambullido para nadar junto a los pececillos (que nos perseguían para mordernos los pies, los jodíos). Si no fuese porque debemos explorar el resto de la isla no hubiera salido nunca del agua.

En efecto: no hay nada como que las olas te bañen, los peces te saluden reclinado en la orilla y una bella mujer desnuda te dé a morder una nectarina porque tú tienes las manos saladas. Macarrilla pero verídico. De todas formas la mañana iba a significar la transición del paraíso al infierno sin pasar por la casilla de salida. Mientras nos bañábamos a conciencia decidimos lo que queríamos hacer hoy: atravesar las salinas abandonadas de la isla para que Susana pudiera sacar fotos y recoger algún quiste de artemia (que nadie pregunte) de camino al puerto y, una vez allí, coger un autobús que fuera al este o al sur de la isla.

El infierno de la sal

Pero recorrer unas salinas al sol es más duro de lo que puede parecer a primera vista, sobre todo cuando hay que hacer equilibrios para no caer con la mochila en un agua saturada de salitre y cuando el sol, reflejado en la sal y atacando por todos los flancos, te tiene en la cuerda floja. O cuando, tras el tiempo indeterminado -pero largo- que lleva efectuar el tránsito, descubres que (1) has ido demasiado al sur, (2) para volver al puerto hay que deshacer camino y bordear una laguna interior con un nombre como Estany Pudent, Marisma Apestosa, y (3) no hay sombra a la vista. Se imponía un cambio de planes, y en Formentera -isla de la distorsión temporal- los cambios de planes siempre son a mejor.

Siguiendo una carreterita hacia el sureste se llega a una urbanización, Sa Roqueta, cuyo supermercado vende agua fresca a 0'60, un cuarto de sandía a 1'50 y la sombra de una palmera te la regala. Algo recuperados ya, nos acercamos al mar en nuestra eterna búsqueda de un café con leche y fuimos a parar a un pequeño hotel cuya terracita (solárium de media población de lagartijas de la isla) daba a un sendero que bajaba hasta una cala diminuta. No parecía que a los camareros les importaran en absoluto las mochilas. Buena señal. Así que tras el café con leche Ruth, Susana y yo bajamos el camino, dejamos la ropa sobre una piedra y nos dimos otro chapuzón regenerador mientras Emilio, algo quemado por el sol, nos controlaba desde la terraza y guardaba la mesa. Para colmo de bienes la parada de autobús estaba donde el supermercado, y el hotel contaba con fotocopia de los horarios y servía tapitas de sardinas asadas a buen precio. La decisión era obvia: apurar nuestro tiempo allí, que a las cinco y media nos recogía el transporte público.

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Es Caló es, básicamente, un pueblo pesquero adaptado al turismo de Formentera. Sus playas son todas de roca aunque tengan resquicios de arena (tal vez traida de otro lado) y, si no fuera porque el agua es absolutamente transparente, cada baño significaría tentar a Jodido Resbalón, el dios maligno de los rasguños y los esguinces. A estas alturas ya habrá quedado claro que cada parada en nuestro viaje significaba una visita al mar para refrescarnos y, aunque no fuéramos conscientes, para suplir parcialmente la carencia de duchas. El ambiente en esta parte de la isla es bastante menos estirado que en las cercanías del puerto (hotel, bañador y langosta) y los lugareños crían extrañas mezclas genéticas de aves, mitad pavo y mitad pato, cuya investigación se limitó a poner nombre a la especie (patovo) porque daban mucha grima. Las playas son testigo de las andanzas de gente desnuda con rastas y los críos a cuestas, musician wannabees con guitarra y timbales y, bueno, nosotros.

Cocinando me doy una maña que no hay en España quien guise mejor...

Al menos de día. Al anochecer, el camino de tablas de madera que lleva al pueblo ofrece una mesita con sombrilla donde organizar la cena, llena de trozos de red y objetos que han ido dejando enganchados quienes la han usado antes. Nuestra aportación consistió en un par de papeles de fumar y un tenedor de plástico, que aunque no lo parezca pueden ser providenciales para alguien que venga después en nuestra misma situación y ande necesitado. El emplazamiento, lleno de matorrales, es también un buen lugar donde esconder las bolsas de comida para ir a tomar un último café con leche, algo más ligeros para esquivar a los patovos, antes de buscar un sitio donde dormir.
 

Enviado por Manu, 13 de Agosto 2004 a las 11:59 PM

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