Hartito me tienen unos y otros ya. Cada dos por tres algún medio informativo se descuelga con una pieza sobre lo peligrosísimas que son las redes sociales, lo mucho que se engaña a los niños y, sobre todo, los despidos y el caos social que causan con la pérdida de privacidad, y lo fácil que es para un jefe averiguar los detalles escabrosos presentes en la vida de sus subordinados. Y cada vez que aparece una noticia de ese estilo, salta la Horda Bloguera Cool 2.0TM para reaccionar cantando maravillas del Facebook y el Tuenti, poco menos que animando a todos los papás y mamás a crear educativas e imprescindibles cuentas en Badoo para sus peques, no vaya a ser que se queden atrás y no se los considere chiquillos interactivos. Mil veces se ha dicho que ni una cosa ni la otra. Y mil veces más se dirá. Pero en el fondo da igual: en el fondo todo se reduce a que quien suba sus fotografías personales a internet sin preocuparse de quién podrá verlas después no puede ni siquiera reclamar el maldito derecho al pataleo. Está muy bien compartir unos detalles personales con los amigos, pero unas plataformas son más seguras que otras, unas más configurables que otras y unas más populares que otras. Y subir una foto comprometida a Facebook después de agregar a tu jefe como amigo es llamar al mal tiempo.
Pero cualquier red social de internet tiene unas opciones de privacidad relativamente fáciles de encontrar. Por muy de ratón ligero que seamos, cuesta bien poco darse cuenta de que abrir nuestras imágenes privadas a todo el que quiera verlas no es una maniobra precisamente inteligente. Y no dedicar ni un minuto a estudiar quién va a tener acceso a lo que decidamos subir a la nube es de... bueno, de usuarios descuidados. ¿Las opciones de privacidad podrían estar mejor definidas por defecto? Claro que sí. Y ya puestos, también podrían trocearnos el filete y recoger la mesa después de que comamos, pero la cuestión no es esa. La cuestión es que hay que ser mandril para publicar abiertamente el calvo que hiciste aquella noche que ibas borracho en Teruel si no quieres que lo vea tu jefe, a quien alegremente diste permisos absolutos para meterse hasta la cocina en tu vida con un clic del ratón. Igual que hay que ser mandril para twittear el PIN de la tarjeta de crédito, o para dar tu dirección y la próxima fecha en que sales de viaje al primero que te llame por teléfono, o para presentar tu inocente sobrinita a Rocco, o para hacer una hoguera si estás infiltrado en territorio enemigo. El caso es que nadie nos obliga a liberar la llave de nuestra intimidad en internet. Quien, pese a todo, lo haga, que apechugue con las consecuencias. O al menos que no berree tan alto, que ya molesta.
Dicho esto, queda otra cuestión más importante. Y es que, con tanta red social y tanta gilipollez interactiva, está hinchándose muchísimo la confusión entre la vida profesional y la privada, entre el tiempo que uno vende (y del que, por tanto, se le pueden pedir cuentas) y el que conserva para sí. Que un mozo de almacén se divierta enseñando el culo en las fiestas de Teruel no significa que necesariamente vaya a hacerlo también mientras descarga los camiones con el torito en su horario laboral. Que yo me cague en casi todo lo que se menea no significa que no pueda ponerme delante del ordenador y traducir como si no hubiera mañana. Pero a los redactores de noticiario les parece lo más normal del mundo que cualquier departamento de Recursos Humanos se dedique a hurgar en la vida privada de sus trabajadores, una vida sobre la que –de momento al menos– no tienen ningún derecho, o que las empresas despidan o dejen de contratar empleados en función de cómo utiliza cada cual su tiempo libre. Contratar detectives está mal visto, pero cotillear en Tuenti no. Por poner un ejemplo utilizando a la clase política, los presentadores de telediario se hinchan a hablarnos del divorcio de Cascos o de si Aznar le pone cuernos a su señora, pero casi ni siquiera comentan de pasada lo mal que tienden a guardar las formas todos durante el tiempo que sí les pagamos nosotros, y sobre el que (por desgracia) solo rinden cuentas cada cuatro años, y mal rendidas. Nadie se escandaliza demasiado por el ridículo patio de colegio en que se ha convertido la Comunidad de Madrid, espías de pacotilla incluidos, ni por la reciente bajada de pantalones del Gobierno ante el Vaticano y la Banca, cuando ambos hechos son de juzgado de guardia. Pero ojo, que nadie prive a Matías Prats de contarnos la última chorrada protagonizada por la Bruni y el Sarkozy.
Si no fuera porque tocamos a tan poco jefismo por habitante en edad electoral, desde la posición directiva que teóricamente me garantizan las urnas querría poder obligar a nuestra clase política a dejarse de gilipolleces desde el momento en que fichan hasta que se van a sus casas. Que se dediquen a lo que supuestamente deben dedicarse, que es servir al ciudadano, y que no se degraden a sí mismos y a nosotros el 80% del tiempo entreteniéndose en sus juegos banales. Y después, si cualquier sábado por la noche Esperancita y Zapatero quieren bailar la conga, desnudos y drogados hasta las cejas mientras suena King Africa, por mí que lo hagan. Y si luego quieren subir las fotos a Flickr para regocijo de propios y ajenos, yo estaré encantado de la vida.