El miércoles impacté a varias veces la velocidad del sonido contra la realidad. Fue el primer día que tenía que trabajar por la mañana después de pasar una semana en las fiestas (o, mejor dicho, en los fiestones) de la Magdalena en Castellón. Había dado alguna clase que otra el martes por la tarde, pero el encontronazo serio con el maldito día a día no se produjo del todo hasta la mañana siguiente, un espantoso día soleado con un leve viento fresto. Es muy posible que el armisticio de un día se debiese a que mi sistema digestivo, atontado por el alcohol durante siete seguidos, no hubiera conseguido reaccionar hasta el momento. Sea como sea, desperté helado y con un tremendo malestar gástrico en el lugar que solía ocupar mi cerebro.
Conseguí reptar hasta la cafetera y la caja de Desenfriol, que no eran la opción más indicada para mi desmejorado estómago pero sí eran elementos imprescindibles para poder salir a la calle sin sufrir una muerte horrible bajando las escaleras. Ponerme la ropa en la posición y el orden correctos me supuso un auténtico infierno. El camino hasta la parada, otro. Con el trayecto en tranvía hacían tres, y la espera en la estación de Empalme (donde debía hacer transbordo para completar el viaje al trabajo), subía el marcador a cuatro infiernos largos. Mientras echaba cuentas y llegaba a la conclusión, poco halagüeña, de que si solamente llevaba una hora despierto y ya iba por el número cuatro estaría llamando medianena a Dante para la hora del té, llegó el metro. Subí al vagón y posé mi trasero, seguido de un cuerpo desganado, en un asiento plegable junto a las puertas. Era la opción más lógica, aunque no me di cuenta hasta que el tren arrancó bruscamente para iniciar su trayecto en superficie y yo me pregunté si llegaría entero a mi parada o una parte de mí saldría por la boca y, si la casualidad quería que el metro estuviese en marcha, se quedaría a vivir en aquel suelo rugoso.
Estación de Burjassot, la anterior a mi nefasto destino. Como estaba sentado en el asiento de la puerta, era responsabilidad mía pulsar el botón de apertura. En un esfuerzo digno de gesta épica, conseguí levantar el brazo y acertar en el verde. Las puertas se abrieron y una chica morena, de la que hasta entonces solamente había visto las botas, me dijo "muchas gracias" y me dedicó una sonrisa perfecta. No perfecta por bonita, que también, sino por sincera. O al menos eso me pareció. En cualquier caso la chica me sonrió, las puertas se abrieron y se produjo un breve momento en el que se me permitió olvidarme de mi cuerpo como si fuese el protagonista de una película mala sobre sucesos paranormales. Durante un minúsculo lapso de tiempo, no tenía estomago. Y tal vez fuera la impresión del momento, o tal vez que las puertas estaban orientadas al este y el sol me daba en la cara, pero me pareció que la chica morena se alejaba por el andén con más contoneo del estrictamente necesario. Sabiendo que aquel breve instante de gloria no duraría demasiado, lo atrapé y lo apreté bien fuerte para que no escapara: me hice visera con una mano, admiré aquellas nalgas perfectas prisioneras de unos vaqueros ceñidos y, mientras las puertas se cerraban, me permití una sonrisa propia, la primera del día. La vieja que estaba sentada enfrente me miró mal. No me importó lo más mínimo.
Sería estupendo poder decir que los pajaritos empezaron a piar con armonía, que mi situación física mejoró y que la jornada se convirtió en un dulce algodón rosa, pero cualquiera que haya tenido un mal día tras una semana de fiesta continua sabe que nunca es así. Atravesé rios de mierda, descendí a todos los infiernos y llamé a Dante medianena a la hora de comer. La tarde fue espantosa y no empecé a sentirme mejor hasta bien entrado el ocaso. Pero sí es cierto que todo habría sido incluso más insoportable sin aquella chica morena y sin su sonrisa y sin su culo. Así que, de corazón, muchísimas gracias, preciosa.
Por fin me ha llegado la respuesta a la reclamación que puse a MetroValencia por una multa injustísima que intentaron endiñarme hace unas semanas a la salida del trabajo. La carta que he recibido es la siguiente:
Aparte de que se contradice (si es imposible comprobar el error, no sé cómo van a constatar los hechos que relato), o yo soy muy malo leyendo entre líneas -que no me extrañaría- o la carta es una forma muy oblicua de decirme que va a costar más trabajo investigar si digo la verdad o miento que perdonarme la multa, así que adiós muy buenas.
Si no vuelvo a saber nada de MetroValencia en lo que queda de semana, casi que me apunto una victoria sobre mi archienemigo el revisor gafitas.