Quien se haya pasado por aquí dos o tres veces (y con más motivo quien se declare fan incondicional sin razón aparente como mi amigo Moragorn) ya sabrá que no soy precisamente fan de ningún deporte que no implique cama, sofá, lavadora o imaginación calenturienta para practicarlo. Por ello debo decir que fui de los que se alegraron de que la candidatura de Madrid para las olimpiadas de 2012 cayera en un fracaso estrepitoso, y me sentí aliviado de que fuera Londres quien se llevara el gato al agua. Si ya darán bastante la brasa con los juegos de la capital británica dentro de siete años en los medios de comunicación, solamente faltaba que para colmo se celebraran por estos andurriales para que la opresión en tele, bares y tertulias ya fuera inaguantable. En mi descargo, y en previsión de los previsibles comentarios amenazantes pero políticamente correctos, también diré que de pequeñito siempre era de los últimos en ser elegidos para el equipo de fútbol y, aunque no me importaba en absoluto, seguro que aquello me causó algún trauma irreparable. Pobrecito de mí.
Observo que últimamente se está produciendo un efecto extraño con los deportes. Aquello que antes era anatema para cualquier friki heavylongo que se preciase se admite ahora cada vez más. Las partidas al Pro Evolution Sucker están a la orden del día. Y pese a todo mucha gente sigue odiando el fútbol, pero por alguna extraña razón se ha convertido en fan de, por ejemplo, la fórmula uno. Y no sólo eso: de repente se ha llenado el patio de expertos en neumáticos, amortiguadores y estrategias de carrera. Todo el mundo lleva un técnico de equipo en su corazoncito, y no hay nada como subir un español al podio para que la fiebre nacionalista-patriótica haga estragos.
Y con la aparición de la emisora Rock and Gol, la frontera entre el mundo del rock y el del deporte profesional se difumina todavía más. Buenas canciones (estoy por decir que es la única emisora que se puede escuchar actualmente) mezcladas con comentarios deportivos aquí y allá, cosa que supongo que provocará que la apague cuando se produzca algún gran evento pero que la hace más que agradable cuando no hay ninguno. Y que provoca que en cierta tienda de puericultura que frecuento de cuando en cuando estuviera sonando Barón Rojo el otro día. Ambiente de carritos de bebé mezclado con Hijos de Caín, pocas cosas más surrealistas se han visto.
Así que, uniéndome a esta fiebre de mestizaje friki-deportivo que nos invade, no puedo hacer otra cosa que recomendar encarecidamente el visionado de esta película que, ahora que me fijo en la carátula, está protagonizada por los creadores de South Park: Baseketball, subtitulada en castellano "Muchas pelotas en juego". Y quien la haya visto estará de acuerdo conmigo en que hay que empezar a recoger firmas para introducir los psicofallos en el reglamento de la Liga Profesional de Fútbol. Pero a la voz de ya.
Hace algún tiempo, en pleno Viña Rock (y en plena intoxicación etílica), afirmé categóricamente que el hip-hop era uno de los inventos más nefastos de la historia de la humanidad. En una hipotética clasificación encabezada por la rueda, el fuego y el minitanga, el rap ocupaba el mismísimo culo de la lista. Estaba siendo algo exagerado, claro, porque resulta evidente que cosas como la cerveza sin alcohol, la ESO o La Máquina de la Verdad (Antena 3, martes por la noche) son mucho más nefastas. Pero este último fin de semana en las Fiestas del Ángel de Teruel me ha hecho replantearme muchas cosas.
Algunas son obvias, por ejemplo que las fiestas son mucho más agradables cuando se puede pasear de resaca sin niños que acechan para tirar ruidosos petardos en cada esquina; o que las barras subvencionadas que solamente venden bebidas no alcohólicas a buen precio son una gran idea cuando uno lleva un botellín de vodka en el bolsillo trasero. Y otras, más que obvias, son apabullantes: como por ejemplo, que el actual poseedor del título al Invento Más Nefasto De La Humanidad es el nuevo ritmo de moda, ése que teóricamente es una fusión de hip-hop, reggae y rollito latino genérico. Sí, señora, el puto reggaetón. Ese de los anuncios de recopilatorios (Reguetoneando era mi título favorito hasta que llegó Cubatón, el reggaetón cubano), los coches de makineros atronando a los vecinos y la omnipresencia en fiestas veraniegas. Ese del ritmito machacón y clónico en todas las canciones, por llamarlas de alguna manera. Ese de "componga (por llamarlo de alguna manera) usted cinco grandes éxitos en una tarde de aburrimiento con su programita de edición de audio".
Ese que, en resumen y sin estirar demasiado las definiciones, podría ser considerado como el nuevo bakalao. Como si hiciera falta para algo.