... que quiero leer gratis también en castellano a base de comisiones. Y que nadie haga rimas.
Tarde, mal y a destiempo, como de costumbre, pero me enteré este fin de semana de la última gracia de ese genio del humor que es el ex-presidente JoseMari Aznar. Tras el chiste del submarino amarillo (cuando Inglaterra decidió que Gibraltar era el sitio idóneo para aparcar un submarino nuclear), el sketch del acento texano (en una rueda de prensa conjunta con Bush) y el gag de los pies encima de la mesa con sus amiguitos del humor en las Azores (cuando lo de Iraq), Chema parece haber decidido que renovarse o morir. Su repertorio actual, en esta nueva etapa fuera del gobierno, es igual de bueno o incluso mejor que el antiguo, aunque hasta la fecha solamente hayamos podido disfrutar de dos breves muestras: (1) aquella vez en que argumentaba que los moros deberían habernos pedido perdón por la ocupación de la península hace 1300 años, y (2) esto:
Evidentemente, a Josemari le va el humor apocalíptico. O eso, o se cree de vuelta de todo y hace lo que le viene en gana sin pensar en las consecuencias para su partido. O tal vez quería emular a Bill Clinton, ex-presidente también, y a falta de puros y chirlis, pues vengan esos bolis y escotes. Que siempre ha habido clases. O quizás simplemente no le gustaba la pregunta sobre el Movimiento de Liberación Nacional Vasco y no se le ocurrió nada mejor para salirse por la tangente. En breve, o es un maestro incomprendido del humor o va de sobrado o va de copiamonas o, simplemente, es un poquito gilipollas y no tiene demasiadas luces. Comentarios al respecto de la bromita no han faltado, y los hay de todos los colores: desde "qué hubiera hecho si el entrevistador fuera hombre" (decía la reportera boligrafizada Marta Nebot) hasta "Aznar no es machista" (Ana Botella, claro), pasando por el que más me ha gustado: "Anita, confiesa, tuvo a tantas mujeres en su gabinete porque al llegar a presidente le regalaste una caja de rotuladores y no sabía donde ponerlos", que decía un tal Retrancasman en la página web del 20 Minutos.
El hecho es que, de un tiempo a esta parte, las tías buenas lo tenéis más bien crudo con las bromitas de la gente. Marta Nebot no es más que un ejemplo. Esta misma mañana estaba yo tomando un café en el bar y ha entrado una hermosa joven a comprar tabaco: tipo estupendo, culo ceñido, senos turgentes, pelo rizado. Ha puesto dinero en la máquina, ha cogido su paquete y se ha largado sin decir ni mú. Pero este simple gesto ha despertado una retahíla de comentarios y chascarrillos a voz en grito por parte de la dueña del bar y un par de parroquianas que andaban por ahí. Sí, está claro que no cuesta nada decir hola. Pero mucho me temo que estos comentarios no se habrían producido si la muchacha no estuviera de tan buen ver o si, directamente, fuera un tío. Incluso yo mismo, adalid contra la discriminación, he comentado en ocasiones que las gilipolleces que discuten y discuten y discuten las concursantes de SuperModelo 2006 deberían solucionarse a base de combates de lucha en el barro. Aunque por supuesto (siempre ha habido clases, decíamos) no me he plantado nunca en el estudio del programa con una cubeta de fango y un par de bikinis.
Quedáis advertidas, tías buenas: el campeón bigotudo del humor casposo anda suelto.
Por primera vez, y sin que sirva de precedente, me siento parte de la comunidad bloguera más ñoña y cursi al hacer partícipe a quien pase por aquí de unas lágrimas que se me han escapado esta noche, tumbado en el sofá. Y solo en casa, que yo normalmente soy muy machote. Quien haya pasado por lo que yo acabo de pasar y no tenga la sangre de horchata sabrá comprenderlo.
Alan Ball es un genio de la tragicomedia. O de la comedia negra. O seguramente de ambas a la vez. Solamente por los diez últimos minutos de A dos metros bajo tierra debería tener una subvención vitalicia de la ONU para poder dedicarse a escribir guiones, a ver si le salen cosas tan bien paridas como esta serie o la peli American Beauty. A lo mejor es el cansancio, la somnolencia o los cinco capítulos seguidos que me había metido previamente en el cuerpo, pero la montaña rusa emotiva que es el final de la quinta y última temporada (el ataque de risa con el último plano de los hermanos Chenowith tiene que haber despertado a los vecinos) no tiene precio.
Y aunque Battlestar Galactica promete mucho, de momento es A dos metros bajo tierra la serie que ocupa lo más alto del podio de mi corazoncito.
Buenos días y feliz sábado.
Qué cosas. Iba yo caminando de vuelta del trabajo y, como de costumbre, meditaba con nostalgia sobre un bono-metro mágico que poseí una vez. Aquel billete se congeló cuando todavía me quedaban siete viajes y, sin que ninguna máquina le descontara ni uno solo más, me estuvo abriendo todas las puertas de la red subterránea valenciana durante un par de meses hasta que hubo un cambio de tarifa y, también como de costumbre, el IPC desvaneció la magia. Aquel bono-metro acabó convertido en un trozo de cartulina inútil y, supongo yo, recorrería el habitual ciclo de bolsillo trasero del pantalón, lavadora, cara de fastidio y confeti en la papelera. Fue un suceso triste porque ya me había creado mis expectativas y esperaba que ese billete fuera a permitirme viajar gratis para siempre. Pero la realidad es una amante cruel. Con el tiempo oí hablar de otros billetes con poderes e incluso llegué a ver uno, pero todo el mundo sabe que un objeto mágico que te abre las puertas de otra dimensión no aparece más de una vez en tu vida.
Llegué a la estación de metro. En la zona metropolitana de Valencia, gran parte de la red subterránea solamente lo es en teoría, en los documentos oficiales y en los periódicos: la mayor parte de las paradas están en la superficie. De hecho, mi recorrido habitual es completamente sobre el suelo, por lo que no hay ningún impedimento físico que me obligue a usar billete. Lo que hay es revisores, ante los que un bono-metro mágico al uso sirve de bien poco. Este pensamiento, aunque lógico y cabal, no me libraba de la nostalgia por mi perdida cartulina milagrosa mientras introducía mi actual, anodino bono sin poderes en la máquina de ticar.
No hay sonido de impresora.
El bono-metro sale por la ranura correcta.
Si hubiese habido un paso cerrado, me lo habría abierto.
Coño.
Es mágico.
La idea de que (dado mi recorrido usual) esta magia me sirve de bien poco no mitigó en absoluto mi alegría. ¡Un bono mágico! Solamente me sirve para fingir que lo paso por la máquina y, los fines de semana, para llegar a la estación de trenes, sí. ¡Pero tengo un bono mágico! Y para mi regocijo, a los pocos días mutó. Escuché un sonido de impresora y en un principio maldije todo lo maldecible pensando que había sucedido lo inevitable, que el hechizo se había disipado. No fue hasta pasados unos cuantos días más cuando me fijé en las inscripciones mecánicas con que las distintas máquinas habían mancillado mi cartulina y las vi aglomeradas, todas en la parte izquierda. Según pude descifrar, me quedaban 127 viajes en el bono-metro. Era un tipo distinto de magia, y solamente tenía que encontrarle una utilidad práctica. Eso fue anteayer.
Ayer se abrieron las puertas del vagón y, ¡sorpresa desagradable!, había una revisora al otro lado, en la parte de dentro. Unas chicas a mi lado que no llevaban billete cancelaron el gesto de subirse y optaron por esperar 20 minutos más al siguiente tren en la estación. Bajo la atenta mirada de la revisora, se hizo la luz en mi cerebro. Entré con paso decidido y me apoyé contra la puerta del otro lado. Vi que la mujer se me acercaba directamente, me quité los casquitos de las orejas y saqué la cartera del bolsillo sin que me temblara el pulso. Extraje mi bono-metro mágico de nivel 2 y se lo mostré. Mirada atenta. Ceño fruncido.
-Tú no has ticado. -Esa frase es como el "Ave María Purísima" de los revisores.
-Sí que he ticado.
-No puede s... uy, sí que es verdad. Pero es de... ¿has cogido el metro esta mañana?
-Sí, aquí mismo, volviendo del curro.
-Este billete es muy raro -descubrió ella-. Mira, está escrito por todas partes.
-A ver... Pues sí que es verdad, qué raro.
-Mira, no te lo voy a agujerear ni nada, pero tienes que cambiarlo por otro en una taquilla.
-Vale, ahora lo hago dentro de dos paradas.
-Hombre, tampoco hace falta que te bajes a posta.
-No, si tengo que cambiar al tranvía igual -dije yo-. Ya que estoy, me paso por taquilla.
-Vale, pues nada.
-Muchas gracias.
Quedé como un señor y viajé gratis y a mi hora. Y llegué a la conclusión de que este bono-metro me es mucho más útil que el otro que tuve porque con este puedo descolocar a los revisores, además de abrir puertas mecánicas. Probablemente el truco no me funcione con los más cabrones (desde luego, no volverá a funcionar con esta revisora en concreto). Y solamente me quedan 125 viajes con los que engañar al resto. Pero son más que suficientes para llegar al maldito cambio de tarifas de febrero que, si se comporta como suele, acabará con los poderes de mi bono-metro de nivel 2.
Y al menos, esta vez estoy sobre aviso.
Advertencia: Entrada más o menos técnica.
Recientemente el sargento Pauix, el Doctor Maligno y un servidor nos mudamos de piso por ciertos problemillas con nuestra antigua casera que ahora no vienen al caso, pero que si interesan a alguien están un par de entradas más abajo. Con ello, dimos de baja la conexión a internet de Timofónica. Para conseguir una nueva, la opción más práctica era ONO: viene un técnico a casa y te echa un cable, con lo que no hay que complicarse la vida en altas ni en teléfonos. Por desgracia, ONO tiene una pequeña característica de la que ya estábamos avisados, pero de cuyo aviso hicimos más bien poco caso: el famoso capado P2P. Sí, es mejor que el capado de toda la vida, admitido. Pero es frustrante estar intentando descargar obras de autores de la Grecia clásica y programas freeware con el eMule y descubrir que no puedes compartir más de un kilobyte o kilobyte y medio con ningún otro usuario.
No es cuestión de puertos: cambiar los puertos que trae el eMule por defecto, aunque es una práctica aconsejable por seguridad (y los mejores son los comprendidos entre el 62.100 y el 63.000 por razones de limpieza), no soluciona el problema. El caso es que ONO detecta el protocolo de transferencia que usan los programas tipo eMule y, cuando ve muchos paquetitos de información con orejas de burro en la cabeza, les pone un guardia civil cibernético a dar porrazos hasta que circulen en fila de a uno, a la voz de ya. No vale de nada cambiar puertos. No vale de nada cambiar de programa de intercambio. No son tan tontos. La única solución, igual que con los guardias civiles de verdad, es que no te pillen. Esconder las orejas de burro para no sufrir el capado.
Por suerte, la versión más reciente de eMule (la 0.47c) incluye una pijadita que va a encantar a los jugadores de Vampiro: la Ofuscación. Que no es otra cosa que encriptar los paquetitos de información, ponerles orejas de conejito por encima de las de burro para que los picoletos no les den el alto. Se activa desde Preferencias, dentro de la sección Seguridad:
No hay que activar ninguna de las otras dos casillitas, solamente "Activar la ofuscación de protocolo". Y funciona, vaya si funciona. Ahora mismo tengo las obras completas de Platón y el IrfanView bajando a 163 KB por segundo. Un análisis un poquito más detallado muestra que las descargas serias provienen de gente que tiene activada la misma opción, y las subidas serias también van dirigidas a ellos. Así que lo ideal sería que todo el mundo lo hiciera: supongamos que a Godzilla se la trae al pairo todo esto porque su magnífico ADSL no le pone guardias civiles al eMule, así que emite un terrorífico grito de desprecio y pasa de utilizar la nueva versión y activar ninguna casillita. Bien por él. Pero supongamos que quiere descargarse el último vídeo de su colega Gamera aterrorizando Tokio, y Gamera tiene una conexión de cable anti-orejitas de burro. El resultado neto es que, a todos los efectos, Godzilla no podrá pasar del consabido kilobyte por segundo, pese a su maravillosa conexión sin vigilancia. Y todo por no dejar de destruir ciudades un momentito, bajar el eMule 0.47c y darle a la casillita de marras.
Algunos monstruos (y algunas operadoras de internet) no tienen ninguna consideración.