Que conste que esta vez he dejado que pasaran las olimpiadas antes de empezar a criticar, pero es que llevo días pensándolo y ya va siendo hora de dar rienda suelta de nuevo a mi demagogia.
Hasta ahora, mis únicas quejas respecto a los deportes televisados en general (al fútbol, vamos) consistían en que al emitirlos quedaba ocupado un espacio que tal vez contuviera en principio algo más interesante de la parrilla televisiva. Pero hay que asumir que ese punto de vista se cae por su propio peso: al menos en agosto, seguramente el fútbol sea lo más interesante de la programación, a muy poca distancia de las enésimas reposiciones de series de éxito. Así que, en mi eterna lucha moral contra casi todo lo que implique actividad física, no he tenido más remedio que armarme con otro tipo de recursos.
En estas últimas olimpiadas de Atenas la delegación española contaba con unos 550 miembros (con perdón de la expresión), 350 de ellos deportistas. Además, por primera vez en la historia, llevaba un dispositivo de seguridad propio. Más bocas inútiles que alimentar, como si hubiera pocas, y más habitaciones de hotel. Por no hablar de los gastos que los equipos españoles cargan a las arcas del estado entre olimpiada y olimpiada, que digo yo que no se entrenarán en sus casitas. Mi argumento, una vez agotado lo del aburrimiento televisivo (y eso que lo único interesante que ha pasado esta vez fue la agresión durante la competición de marcha), es la economía. La delegación olímpica chupa de los presupuestos del estado, y chupa mucho. Lo único autofinanciable que rodea al hecho olímpico son las retransmisiones de TVE, que supongo que dejarán sus dineritos en publicidad. Por lo demás, gastos totalmente injustificados. Ganar más o menos medallas en Atenas no reporta ningún beneficio palpable al margen del circo para el pueblo, que no seré yo quien diga que está mal, pero es admisible solamente cuando esté asegurado el pan. Y cuando digo pan me refiero a pan, sanidad y educación, y al menos en la Comunidad Valenciana habrá chavales que empiecen el curso en barracones prefabricados. Sin calefacción, pero con el agradable calorcillo interior de saber que sus ídolos deportivos han traído 19 medallas a casa, que seguro que hace que los sabañones sean más llevaderos.
El problema, como de costumbre, es que se seguirán dilapidando euros y más euros con la tontería del orgullo patrio y nadie se planteará siquiera la disolución de los equipos olímpicos, o al menos hacer por que se autofinancien. Porque entonces, por coherencia, habría que preguntarse también qué beneficios nos reporta la selección nacional de fútbol a lo largo del año, los viajecitos del presidente balear a los burdeles moscovitas o la existencia de la mismísima Familia Real, y entonces ya la tenemos montada.
Ya sabía yo que se me acabaría pasando la fecha, ya...
Al final los blogs acaban siendo como las televisiones, y no necesariamente porque hablen del último romance de Marujita Díaz, que ahora que lo pienso no sé si sigue viva. Las razones de la similitud son (1) que en verano tienden a pararse un poco cuando sus propietarios se dedican a vivir más que a escribir, (2) que celebran los aniversarios, los post 50, 100 y 150 y cualquier otra efeméride que se ponga a tiro y (3) que salvo contadas excepciones -y en palabras del Sr. Negro- es difícil que no parezca que se están clonando desde el tercer post.
Supongo que, a la vista de las circunstancias, este su humilde blog entra de lleno en esas tres características y se puede considerar "típico", un poco de esto y un poco de aquello. No sé si desde fuera se verá la cosa muy evolucionada, pero desde este cuerpo serrano parece que el alma que lo ocupa no haya dado precisamente un vuelco existencial desde aquel día en que escribió un post lleno de bilis contra el transporte ferroviario en general. Mi madre acaba de sacar fotos a la habitación que ocupo aquí en verano para que nadie pueda llamarla exagerada cuando cuente por ahí cómo la tengo, así que al menos el desorden aparente continua intacto. Es posible que ahora sea un poco más sabio (aunque lo dudo), que haya visto algo más de mundo, que me calle menos cuando no toca callar y hable menos cuando no toca hablar, pero la realidad se resume en que sigo cagándome en RENFE. (Y más desde el otro día, que nos pusieron el aire acondicionado como para hacer cubitos de hielo y, agárrate que vienen curvas, villancicos en el hilo musical en pleno agosto.) Sigo siendo el mismo, sólo que más. Quien busque evoluciones personales relámpago, que siga buscando porque aquí nadie tiene pinta de ir a transformarse en super-saiyajin: en palabras del Sr. Sabina, las emociones fuertes buscadlas en otra canción.
Un año. Entre otras chorradas, 26 intentos de demagogia y 34 pajillas mentales, de las físicas ha habido alguna más aunque no las reseñe aquí. No ha estado mal (lo del blog, digo). Me gustó que me leyeran y comentaran a veces. Así que, con el permiso de ustedes, me tomaré la libertad de seguir subiendo a la red lo que vaya pasando en los alrededores de esta planta depuradora averiada que tengo por cabeza. Y por una vez en mis propias palabras, y como decía el nudista, a quien no le guste que no mire.
Ingredientes: Un par de huesos de pescado (normalmente emperador) que tengan algo de chicha. En su defecto, morralla. Medio kilo corto de calamar, sepia o cualquier cosa por el estilo que esté barata (el filete de potón suele ser la mejor opción). Si se ha comprado morralla en vez de huesos, que sea algo más de medio kilo y así sale la paella cumplidita. Un puñado de gambas arroceras, opcionales pero muy gustosas. También pueden ser unas chirlas o algo, lo que mejor salga de precio. Un cuarto de kilo de mejillones, cuarto y medio si el caldo se va a hacer con huesos. Un tomate. Ajo. Aceite de oliva. Romero si se tiene, si no da igual.
Preparación: Primero que nada tenemos que dejar el caldo haciéndose un ratito. Quitamos la carne que tengan los huesos de pescado y la apartamos para luego, cortada en taquitos. Echamos los huesos (o la morralla en su defecto) en una olla con agua junto con las cabezas de las gambas arroceras y unos cuantos mejillones. La ponemos al fuego, la dejamos ahí un rato y nos fumamos un cigarro. En realidad el caldo de pescado se hace en un plis, pero tampoco pasa nada si lo dejamos media horita, así que cigarrito al canto y cervecita si se tiene.
Abrimos el resto de mejillones que nos queden en otra olla con un dedo de agua. Cuando se abran, apartamos la olla. Mientras tanto podemos ir limpiando los calamares o cortando la sepia o potón, según sea el caso. Eso, cortar el ajo y rallar el tomate (o abrir la lata de tomate triturado) es lo último de trabajo serio que hay que hacer. Mientras se va haciendo el caldo, que a estas alturas los mejillones ya estarán abiertos, ponemos la paella al fuego con aceite de oliva. Cuando esté caliente, le echamos la sepia y los trocitos de pescado si los tenemos. Se deja que se hagan un poco a fuego medio y entonces se le echan las gambas arroceras. Un par de minutitos más y podemos echar ya los ajos troceados y enseguida (otro minuto) el tomate. Se deja que se sofría un poco.
Ya casi estamos. Si nos gusta, podemos echar el liquidillo de los mejillones en el caldo. Y ahora llega el momento de decidir. O bien se mide el arroz y el caldo según el número de personas y se echan por ese orden, o bien se echa caldo a ojo, se deja que coja gusto del sofrito un par de minutos y se hace cavallonet de arroz. En cualquier caso, se le añade colorante alimenticio (el azafrán encarece el plato), sal al gusto, romero y un poquito de tomillo. Se deja hacer tranquilamente sin removerlo mientras nos fumamos otro cigarrito. En teoría no debe hacerse, pero si vemos que se chupa el caldo demasiado rápido podemos añadirle más. En ese caso, ojo con la sal o quedará soso. Cuando el arroz esté hecho se apaga el fuego, se tapa con un papel de periódico fijo con un par de tenedores al borde de la paella y ya por fin nos fumamos el último cigarrito mientras reposa, que es la medida de tiempo perfecta para que quede en su punto.
Precio total si hay especias en casa: unos 9 euros. En teoría los ingredientes son para 3 o 4 personas, pero después del viajecito a Formentera nos la zampamos ayer entre dos sin ningún problema. Y en sólo 25 minutos.
Por mucho que al hablar de hostias sea Mr. T quien nos venga a la mente, quien más fuerte te sacude es siempre la realidad. Sobre todo si uno ha estado ingeniándoselas para esquivarla durante unos pocos días. Supongo que es porque te tiene ganitas después de perderte de vista durante tanto tiempo y decide esperarte en la calle, la muy puta.
Ahora, cuando Ruth y Susana acaban de marcharse de casa tras unos cuantos días recorriendo Formentera mochila al hombro junto a Emilio y un servidor, cuando ya no se puede entrar al supermercado solamente con un pantaloncillo y un pañuelo de calaveras en la cabeza, cuando vuelvo a pensar en la cantidad de clases que tendré que dar para recuperarme económicamente, es cuando por fin me como la hostia entera. Las preocupaciones crecen por contraste y el tiempo pasa sin contemplaciones.
Formentera sigue siendo una islita idílica pese a que las playas más libres de roca estén relativamente urbanizadas para el turismo de pasta y miles de italianitos clónicos supercool hayan tomado el lugar como campo de juego en verano. Andando un poco todavía se encuentran calitas estupendas, con arenilla o rocas y el agua más transparente que haya visto nunca. Tanto es así que dudo si seguir resistiéndome a usar las palabras "el puto paraíso" cada vez que me vienen a la mente, aunque rechinen a tópico. Y ayer fue el último día del cuento donde cuatro amigos se cargaron las mochilas al hombro, no por purismo viajero sino por falta de pasta, y se recorrieron una isla del Mediterráneo usando sus piernas y algún que otro autobús de línea, durmiendo en las playas. Del mismo cuento en que los malos se despistan y no te cazan porque están demasiado entretenidos registrando coches a golpe de tricornio, y tú vas a pie. Donde los menos malos, los turistas ricachones, no se escandalizan (demasiado) porque sueltes las mochilas, te desnudes y te metas en el agua en su misma playa. Donde poner un final feliz requiere mucha sabiduría porque, mierda, hay que volver a la puta península y la realidad pega más fuerte que Mr. T.
Y aunque ahora sea imposible no mirar atrás con nostalgia, la sensación amarga de abandonar el puto paraíso se diluirá en los buenos recuerdos y en la certeza de que acabamos de demostrar que, cuando nos lo proponemos (y volveremos a proponérnoslo), sabemos vivir.
O: El camarero majo y el frío del carajo.
Hoy nos hemos despertado en una calita de rocas al este de Platja Mitjorn. No estaba tan de puta madre como la de al lado, sin tanta roca y con un embarcadero ocupado anoche por unos tipos antipáticos, pero seguía siendo genial. Tenía unas piedras desde donde tirarte de cabeza al mar sin abrírtela.
Cafés, tostadas. Fruta. Chocolate. Y la primera etapa de hoy nos ha dejado en Sant Francesc, principal zona habitada de la isla donde un lugareño ha guiado nuestros pasos hasta el bar Pin Por, de visita obligada para cualquiera que recorra la isla y no quiera vender sus órganos para pagar la broma. Medio pollo asado con romero, huevo frito y patatas, cinco cincuenta. Jarra de litro de birra, cuatro euros, baratísimo en esta isla. Y sirven comida a las cuatro y media de la tarde. Y sirven a mochileros, que es más de lo que se puede decir del bar más cercano. El ambiente era bastante distendido, con gente haciéndose porritos en la terraza y bebiendo vino con gaseosa.
Nuestro tiempo se agota. Mañana pisaremos de nuevo la península, y sospechamos que al bajar del barco habrá un tipo con una chaqueta reflectante marcada "Realidad" que nos dará collejas según vayamos pasando.
Ruth y Emilio querían visitar el faro que aparece en Lucía y el sexo, que está en el extremo sur de la isla. Por desgracia no hay autobuses regulares que hagan ese recorrido, y eran demasiados kilómetros para andarlos después del medio pollo. Tendrá que ser la próxima vez. Pero para aprovechar al máximo el tiempo que nos quiera brindar la isla hemos decidido no volver todavía a la zona del puerto. Objetivo: Cala Saona. Medio de transporte: autoestop. Veamos las opciones. Cuatro tipos desaliñados, cargados con mochilas y sacando el dedo pulgar todos juntitos, descartado desde el principio. Tenía que ser dos y dos, y tenía que ser en equipos mixtos para evitar que los hombres tuviéramos que hacer noche en un pueblo sin playa de Formentera, que también mandaría huevos. Al final, una señora muy maja que no hablaba castellano pero tenía un rato libre se ha desviado un kilómetro de su camino para traernos a Susana y a mí a nuestro destino.
Y aquí estamos, servidor con el culo al aire preguntándome si al final el chico de las hamacas se decidirá a decirme algo, dejando pasar este tiempo aleatorio hasta el anochecer.
A lo que Emilio tenía algo que añadir:
Por supuesto, el narrador no cuenta que el otro grupo formado por Ruth y Emilio (o sea, yo) ha conseguido llegar mucho antes debido fundamentalmente a la apariencia física. Además, el coche tenía aire acondicionado y televisión brutal incorporados. Todo es bastante lógico, ya que cuesta más conseguir que te lleven si al lado de una rubia hay un tipo alto, con pelo semirasta y con pañuelo de calaveras y... la camiseta más gay de la historia.
Después de que Emilio escribiera todas estas tonterías en la libreta, decidimos terminar de pasar la tarde jugando al mus en un chiringuito playero, esperando a que la oscuridad nos encubriera cuando robáramos hamacas para dormir en la playa. Una cosa fue llevando a la otra y terminamos pidiendo latas de Kas Limón y vasos con hielo para bebernos el vodka que llevaba yo en la mochila desde el primer día. Más mus. Más Kas. Y al pedir la tercera ronda el camarero me dijo: "Esto os lo estaréis mezclando, ¿no?". En el segundo que me costó reaccionar, siguió: "Lo digo porque tanto Kas a palo seco no puede ser bueno". Uf. "Sí, sí, le estamos echando vodka. No te importa, ¿no?" "No, no, si a mí me la suda, te lo digo porque seguro que era muy malo tomarlo solo". Risas. Mus. Kas. No hay mus. Y las últimas estrellas fugaces en Formentera, pasando frío entre las hamacas y los sacos de dormir.
Aprovechando, decía, el sueño de mis compañeros, me he cortado una uña y la he plantado en tierra. En un principio iba a ser un vello púbico pero luego, si brota, a ver cómo se lo explicas a lo que salga. Me he girado para coger un cigarro y mientras lo encendía una voz a mi espalda ha entonado las siguientes palabras: "Eh, tío, pásate otro por aquí". Para no asustar a nadie, me he llevado a mi otro yo a un lugar apartado y le he explicado la situación. Inmediatamente, por supuesto, se ha arrancado un vello púbico y lo ha enterrado. Hala, clon del clon. He intentado recuperar el control y decirles que no hicieran más Manus, pero ellos le veían el lado positivo a la clonación masiva: controlar el mundo. Finalmente, antes de que empezaran a arrancarse cosas y masificar el lugar, he caído en el único truco que podía funcionar y les he dicho "Vamos a tomarnos una cervecita y nos lo pensamos".
Por desgracia, el primer clon ha ido un momento al servicio del bar y ha vuelto partiéndose el culo con un nuevo Manu, el cuarto incluyéndome a mí. No quiero pensar dónde habrá plantado la uña. Consciente al fin de que había perdido el control, he decidido acabar con el problema de raiz. Sí, controlar el mundo hubiera sido más divertido, pero es que tiene que ser muy cansado. He llevado a mis clones a la playa y, mientras nadaban, he ahogado a uno con mis propias manos. Antes de que el primer clon se diera cuenta de nada ya había estampado la cabeza del otro contra una roca. Y ya fuera del agua me he enfrentado a mi primer clon en un combate singular que he ganado en el último momento, aunque admitiré que los dos luchadores mostramos una técnica de combate ejemplar.
Y ahora, mientras escondo los cadáveres para volver con mis compañeros y fingir que aquí no ha pasado nada, no me puedo quitar de la cabeza las últimas palabras del último clon que maté: "Todavía queda uno. El primer clon escapó por la ventanilla del váter del bar, pardillo, que eres un pardillo, aaargh, aaargh".
Así que si véis a un tipo alto, moreno y desgarbado por Formentera (pues no dudo que el primer clon se quedará en la isla), comprobad si tiene ombligo. Si lo tiene, invitadle a una cerveza. Y si no, dadle una colleja de mi parte, que seguro que el muy cabrón vive mejor que yo.
Despertar marciano. Anoche, tras las advertencias (malintencionadas, creo) del regente de un chiringuito contra el acto de dormir en la playa, encontramos un cráter lunar contra el mar donde pasar la noche. Sin viento, sin frío, pero con infinitos insectos contra los que combatir. De momento voy perdiendo, pero todo se andará. Los biólogos también han empezado a sufrir los efectos de la naturaleza en sus carnes. Desayuno cojonudo, por otra parte. Cafeses con leche, ensaimada, tostadas con aceite y sal y con tomate y queso. Diría que no tienen precio, pero es que sí lo tienen: 12 euros. Ha valido la pena cada céntimo.
Mis estudios científicos demuestran que en Formentera se encuentra el epicentro de una singularidad en el continuo espacio-tiempo. No hay forma de ponerse de acuerdo en la hora, los días pasan volando, no deja de haber estrellas fugaces en el cielo. Todo indica que el núcleo está cerca.
Seguiremos investigando. De momento, hemos adquirido superpoderes (enlace mental, para empezar) y sospecho que aquí las leyendas se hacen ciertas. Acabo de invocar un autobús tan sólo encendiéndome un cigarro y dejando que transcurrieran cinco segundos. Claro que, dada la singularidad espaciotemporal mencionada anteriormente, puede que fuera más tiempo.
Pero si hay algo que imponga su peso incluso ante las oscilaciones del universo, ese algo son los autobuses. El que nos dejó en el Pilar de la Mola, la parada más oriental de la isla, lo hizo a dos kilómetros y medio de nuestro objetivo real, que era el faro. Y en cuanto al tiempo... bueno, andábamos justos. El último autobús que podía sacarnos de allí salía a las tres en punto. Podíamos tomárnoslo con calma y andar de vuelta, claro, pero el camino era largo y serpenteante porque estábamos en un lugar elevado de la isla, a unos 150 metros sobre el nivel del mar y aunque las vistas eran estupendas desde el autobús, íbamos cargados con mochilas y bolsas de plástico. Nuestra mejor opción era la velocidad, tanto que nuestra visita relámpago al faro incluso nos dejó tiempo para tomar algo antes de coger el autobús que nos llevaría a Platja Mitjorn, en la costa sur de Formentera.
Después de andar cinco kilómetros para ver el faro de La Mola y el fin del mundo (2'5 de ida y 2'5 de vuelta) a buen ritmo, hasta la Cruzcampo sabe a gloria.
El título es de Susana, igual que la siguiente anotación:
En efecto: no hay nada como que las olas te bañen, los peces te saluden reclinado en la orilla y una bella mujer desnuda te dé a morder una nectarina porque tú tienes las manos saladas. Macarrilla pero verídico. De todas formas la mañana iba a significar la transición del paraíso al infierno sin pasar por la casilla de salida. Mientras nos bañábamos a conciencia decidimos lo que queríamos hacer hoy: atravesar las salinas abandonadas de la isla para que Susana pudiera sacar fotos y recoger algún quiste de artemia (que nadie pregunte) de camino al puerto y, una vez allí, coger un autobús que fuera al este o al sur de la isla.
Pero recorrer unas salinas al sol es más duro de lo que puede parecer a primera vista, sobre todo cuando hay que hacer equilibrios para no caer con la mochila en un agua saturada de salitre y cuando el sol, reflejado en la sal y atacando por todos los flancos, te tiene en la cuerda floja. O cuando, tras el tiempo indeterminado -pero largo- que lleva efectuar el tránsito, descubres que (1) has ido demasiado al sur, (2) para volver al puerto hay que deshacer camino y bordear una laguna interior con un nombre como Estany Pudent, Marisma Apestosa, y (3) no hay sombra a la vista. Se imponía un cambio de planes, y en Formentera -isla de la distorsión temporal- los cambios de planes siempre son a mejor.
Siguiendo una carreterita hacia el sureste se llega a una urbanización, Sa Roqueta, cuyo supermercado vende agua fresca a 0'60, un cuarto de sandía a 1'50 y la sombra de una palmera te la regala. Algo recuperados ya, nos acercamos al mar en nuestra eterna búsqueda de un café con leche y fuimos a parar a un pequeño hotel cuya terracita (solárium de media población de lagartijas de la isla) daba a un sendero que bajaba hasta una cala diminuta. No parecía que a los camareros les importaran en absoluto las mochilas. Buena señal. Así que tras el café con leche Ruth, Susana y yo bajamos el camino, dejamos la ropa sobre una piedra y nos dimos otro chapuzón regenerador mientras Emilio, algo quemado por el sol, nos controlaba desde la terraza y guardaba la mesa. Para colmo de bienes la parada de autobús estaba donde el supermercado, y el hotel contaba con fotocopia de los horarios y servía tapitas de sardinas asadas a buen precio. La decisión era obvia: apurar nuestro tiempo allí, que a las cinco y media nos recogía el transporte público.
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Es Caló es, básicamente, un pueblo pesquero adaptado al turismo de Formentera. Sus playas son todas de roca aunque tengan resquicios de arena (tal vez traida de otro lado) y, si no fuera porque el agua es absolutamente transparente, cada baño significaría tentar a Jodido Resbalón, el dios maligno de los rasguños y los esguinces. A estas alturas ya habrá quedado claro que cada parada en nuestro viaje significaba una visita al mar para refrescarnos y, aunque no fuéramos conscientes, para suplir parcialmente la carencia de duchas. El ambiente en esta parte de la isla es bastante menos estirado que en las cercanías del puerto (hotel, bañador y langosta) y los lugareños crían extrañas mezclas genéticas de aves, mitad pavo y mitad pato, cuya investigación se limitó a poner nombre a la especie (patovo) porque daban mucha grima. Las playas son testigo de las andanzas de gente desnuda con rastas y los críos a cuestas, musician wannabees con guitarra y timbales y, bueno, nosotros.
Al menos de día. Al anochecer, el camino de tablas de madera que lleva al pueblo ofrece una mesita con sombrilla donde organizar la cena, llena de trozos de red y objetos que han ido dejando enganchados quienes la han usado antes. Nuestra aportación consistió en un par de papeles de fumar y un tenedor de plástico, que aunque no lo parezca pueden ser providenciales para alguien que venga después en nuestra misma situación y ande necesitado. El emplazamiento, lleno de matorrales, es también un buen lugar donde esconder las bolsas de comida para ir a tomar un último café con leche, algo más ligeros para esquivar a los patovos, antes de buscar un sitio donde dormir.
Tras dormir en la playa sin un mal saco que te aísle del ambiente, la humedad en los huesos debería ser un impedimento serio para que a uno le apetezca bañarse en pelotas recién levantado, pero la transparencia de las aguas, la solana que nos sorprendió por la espalda y la presencia de dos mujeres hermosas en el mar se convirtieron en un contrapeso más que razonable. Emilio seguía durmiendo, el muy pardillo. Poco más al norte de donde estábamos hay una construcción que bien podía ser un bar, así que nos pusimos algo de ropa y nos acercamos a explorar la zona. En efecto, un bar. O más bien un restaurante, pero no abría hasta la una y media: de momento, nos quedábamos sin el café.
No es que las playas de Formentera sean nudistas, pero sí hay un cierto espíritu de que cada cual vaya como le dé la gana. Donde habíamos estado durmiendo casi todo el mundo iba desnudo, pero a medida que hacías el camino de vuelta por la playa se veían cada vez más bañadores. De todas formas, Susana y yo no nos vestimos hasta salir al camino que da al puerto. Tras una expedición al supermercado barato (en comparación) y una parada técnica en el bar barato (en comparación) que estaba cerrado la noche anterior, contábamos con suministros de comida y agua para pasar holgadamente el día. Pero nos seguía faltando el café.
El restaurante donde habíamos preguntado estaba anexo a un molino viejo, ya sin aspas. Y solamente ahora, al dejar los mochilones junto a la entrada, nos dimos cuenta de que estaba a rebosar de comensales devorando langostas y paellas de marisco. Nos conformamos con una cerveza y decidimos dejar el café para la sobremesa sin saber que muy poco después el viejo molino, con su escalera de acceso y su sombra providencial, nos iba a proporcionar el lugar perfecto para nuestros sandwiches de sardinas. Si los camareros nos vieron subir (y es difícil que no nos vieran) ni nos dijeron nada ni hicieron comentario alguno cuando volvimos al restaurante para tomar, ya por fin, unos cafés con leche.
Tras echar una siesta poco más al norte, en la playa de Ses Illetes, las científicas marinas se marcharon a reconocer el terreno y explorar las salinas abandonadas que quedaban cerca. Pero el biólogo y el matemático no se quedaron cortos: la combinación de un pequeño islote cercano a la costa, el anochecer, el ángulo correcto y mis ganas de cagar nos hubieran proporcionado una foto digna de premio. Para que luego digan del método científico. Menos mal que no nos tomamos la molestia de sacarla porque, creo que no lo he comentado todavía, mi cámara digital tenía el firmware sin actualizar y no escribía bien en la tarjeta de memoria que le puse justo antes del viaje. No creo que pueda salvar más de 30 fotos y 5 videos, impublicables aquí en su mayoría.
En todo caso, las científicas marinas habían explorado bien la zona y nos guiaron, de nuevo con las mochilas a cuestas y ya de noche, hasta otra playa cercana que daba al este y caía bajo la jurisdicción de un chiringuito llamado Tanga, al que nunca estaremos lo suficientemente agradecidos por cedernos sin coste alguno cuatro de sus hamacas para pasar la noche. Aunque ellos no lo supieran, claro. Y sin cenar (por alguna razón, mi apetito al menos casi se anula cuando me paso el día haciendo cosas interesantes), sin casi fumar, volvimos a caer rendidos bajo las estrellas fugaces.
Desperté. Seguíamos en nuestro rinconcito de la muralla de Ibiza City y nadie nos había molestado para nada. En lugar de los guardias civiles con los que esperaba despertar había en el parquecillo de al lado un tipo con chándal haciendo Tai Chi. Dormité otro ratito en armonía cósmica, huyendo del sol de la mañana.
Desperté. El místico se estaba dedicando a hablar con una mujer en el parque, tal vez indiferente a las necesidades mundanas. Nosotros, en cambio, no veíamos la hora del café con leche. La mañana se nos fue entre el desayuno y las expediciones en equipos de dos (sin mochilas) para conseguir los suministros que, faltos de sabiduría astral, habíamos olvidado traer de la península: el Cuchillo Único y la Linterna Única, sin la que probablemente hubieramos vuelto algo más magullados de los paseos nocturnos por Formentera que vendrían después. Y sin comerlo ni beberlo (y nunca mejor dicho, por cierto) llegó el momento de acercarnos de nuevo al puerto para conseguir los billetes que nos llevaran a la isla de al lado. 17 euros ida y vuelta en un ferry de los que tardaban una hora en hacer el recorrido, y con el tiempo justo para visitar alguna playa ibicenca antes de largarnos.
La elegida fue la playa de Ses Salines, más por cercanía y disponibilidad de autobuses que por otra cosa. La playa era espectacular, aunque la masificación y los dos chiringuitos másquepijos con que contaba (que servían comida con mesa y mantel en la misma playa y bandejas con cubatas a los barcos fondeados cerca) la deslucían un poco. Por suerte, los habitantes naturales de la playa no habían descubierto los encantos de zamparse unos sandwiches a la sombra de unos pinos y pudimos estar bastante anchos, sin mantener demasiada relación con ellos excepto cuando salí con la misión de conseguir agua. 2'50 por una botellita de medio litro, señora. Y tras mirar la lista general de precios, fue imposible no hacer la siguiente anotación, que espero que sirva de advertencia para otros incautos del futuro que piensen que no vale la pena cargar con litro y medio de agua desde la parada de bus hasta la propia playa:
Ya de vuelta en Ibizápolis, carajillo y embarque en un carguero-ferry donde compartíamos pasaje con unos camiones a rebosar de suministros para Formentera. No es que fueran mala compañía, pero a veces los vaivenes del barco hacían temer un poco por su suspensión. Y por su peso al volcar si esta última fallaba, claro. No llegó a ocurrir, y el carguero nos dejó sin contemplaciones en el Port de la Savina, algo desorientados entre tanta empresa de alquiler de vehículos. Con cinco días por delante y sin planes definidos, con la casa a cuestas y casi anocheciendo. Perfecto. Por supuesto, decidimos tomar una cervecita en el primer bar que encontráramos y pensar allí qué haríamos a continuación.
Y menos mal, porque el camarero del bar le explicó a Susana que en la isla había ocurrido un asesinato hacía nada. La historia cantaba cosa mala a crimen pasional (a crimen de celos, vamos) y a la vista de los hechos estaba claro que no hacía ninguna falta el CSI-Formentera para resolver el caso, pero las autoridades lo habían tomado como excusa para hacer una pequeña purga de hippies en la isla. Opinión del camarero, no mía, que conste. A los 35 picoletos que vagaban por allí normalmente se habían añadido otros 50 procedentes de Ibiza y estaban peinando el sur "en busca del culpable", así que no era muy recomendable bajar en un par de días, tanto por el posible asesino como por los seguros guardias civiles. Mil gracias, buen hombre, diga qué le debemos por las cervezas.
La siguiente misión era encontrar un supermercado para aprovisionarnos, y en ella atestiguamos la certeza de un hecho del que estábamos sobre aviso de antemano. Los supermercados de Formentera son caros. Sabiendo comprar (y andando con dos vegetarianas) no es algo abusivo, pero hay que irse con ojo. De todos modos, al final decidimos dejarlo para el día siguiente. También decidimos cenar de caliente aunque fuera una vez y en esa segunda misión descubrimos otro hecho que no conocíamos pero que nos acompañaría durante todo el viaje: que te nieguen la entrada en algún bar por las pintas y las mochilas es algo que te conviene, ya que normalmente el cabrón prejuicioso de turno te allana el camino para encontrar algún otro sitio de puta madre. En nuestro caso fuimos a parar al Café del Lago, una especie de pub-restaurante regentado por italianos donde puedes cenar medio rissoto de marisco, media pizza, cervezas y carajillo por algo menos de 10€. Incluso con 50 italianos coreando los goles de su equipo en la televisión de dentro, aquel restaurante a orillas del Estany des Peix era un oasis. Poco hippie, admitido, pero un oasis de todas formas.
Y la noche acabó con un paseo nocturno, linterna en mano, en busca de una playita al norte del puerto donde pudiéramos caer agotados para pasar la noche y esperar a que el sol nos dijera que había llegado la hora del primer baño en la isla.
Fin de la paranoia. Apago la luz. Bona nit.
El despertador sonó en su momento y resultó que ya era el día en que salíamos hacia Formentera. Llevábamos algún tiempo planeando el viaje (planeando los ferrys, más bien, porque las previsiones terminaban tan pronto pisáramos nuestra isla de destino), pero anoche no se nos ocurrió ninguna idea mejor que acercarnos a la fiesta del FIB en la playa, donde los visitantes que todavía aguantan y los castellonenses sin mucho que hacer se reúnen por una vez y bailan juntos. O se asquean de la música, en mi caso. De todos modos, sonó el despertador y yo aproveché el momento para llamar a mis alumnas y cancelar todas mis clases. De esta manera conseguía un objetivo doble: por una parte no me pagarían el dinero que me debían y así tendría algo a la vuelta, y por otra ganaba un tiempo necesario para hacer la maleta, que el autobús hacia Dènia salía muy pronto.
- Una tienda de campaña.
- Un bañador, que nunca se sabe cuándo será necesario.
- Tres pares de calcetines, todos los que tenía limpios. Tres gallumbos.
- Unos pantalones cortos, cuatro o cinco camisetas de manga corta, unos vaqueros, un jersey por si acaso.
- Una cámara digital.
- Una libreta que daban de publicidad de Cocacola, por si nos apetecía apuntar alguna cosa. Un boli.
- Seis paquetes de Camel, uno de Samson blanco (el menos fuerte) y un par de libritos de Rizla. El Mechero Único.
- Unos cuantos CDs.
- Un pañuelo negro con calaveras.
- Un cepillo de dientes.
En el autobús hemos sido testigos de la resaca del FIB. Los asientos de delante estaban ocupados por jóvenes derrotados, durmiendo o pensando (digo yo) que no se merecen que al conductor del bus le guste la emisora Kiss FM. Después de la música FIBera que tuve que tragarme anoche, yo creo que se merecen eso y mucho más. Pero les comprendo, pobres. A mí tampoco me hace ninguna gracia. Hablando de lo que nos espera en la isla, Susana ha utilizado las expresiones "canibalismo" y "Battle Royale", lo cual al menos ha conseguido preocuparme un poco y distraerme de la música pastelosa del autobús.
Hemos desembarcado ya de noche en la isla de Ibiza, primera parada obligatoria de nuestro viaje y antro maldito y lleno de turistas italianos. El primer palo nos lo hemos llevado al intentar encontrar una consigna donde librarnos de los mochilones para poder dar una vuelta por los garitos de la isla: 36 euros del ala por guardárnosla hasta mañana. Casi ná. Se nos ocurre el plan genial de localizar una pensión donde alquilar una habitación individual y utilizarla de almacén, pero Ibiza no es la isla apropiada para ese tipo de cosas. Aquí, si quieres una consigna la pagas. Y si quieres una habitación te jodes, que está todo lleno.
Pero de camino, y mientras asumíamos que íbamos a tener que cargar con las mochilas esta noche, hemos conocido una parejilla muy maja y un bar estupendo, el Pub Suy (c/ Jaime I, 6), con mesitas bajas en la calle, cojines en el suelo y una camarera muy amable que nos echa una foto y nos avisa de que ha llamado a la policía por un problema con la alarma, que no nos asustemos que no va por nosotros. Y que intenta indicarnos un buen lugar para dormir en la calle, aunque luego nosotros no le hagamos caso y terminemos la noche en la muralla del castillo, con las cabezas sobre las mochilas por si los cacos y, supongo que no por última vez, con las estrellas sobre las cabezas.
Finalmente caí. Finalmente me aburrí lo suficiente como para seguir las enseñanzas de Veti y confiar en que el test psicoromántico de OKCupid sería lo bastante acertado (o al menos divertido) como para que valieran la pena los diez minutos que pierde uno rellenándolo. Eso fue ayer, uno de esos miércoles en que todo el mundo tiene ganas de hacer cosas pero nadie sabe muy bien qué quiere, y se acaba bebiendo cervezas en el bar de siempre. Hoy, tras constatar (en la playa a las doce del mediodía) que los FIBeros tienen un aguante envidiable -o al menos una buena cantidad de sustancias prohibidas en los bolsillos-, los resultados.
Preocupante. Muy preocupante. Una de mis mejores amigas (el otro día estuvo Bego en casa) y una máquina superinteligente coinciden casi al 100% en su apreciación sobre mi vida sexual, que no es que no sea satisfactoria pero aburre un poco ya por solitaria. "A bolder approach and sheer repetition", ¿no? Pues muy bien. Preparaos, nenas, que viene el chico de la piscina. Estáis avisadas.
Hay que ver lo malo que es el veranito.
L'Aplec dels Ports (algo así como La Reunión de Els Ports) se ha celebrado este último fin de semana por vigésimo séptima ocasión. L'Aplec es una especie de macroapampada anual que tiene lugar cada último fin de semana de julio en un pueblo diferente de la comarca de Els Ports, en el interior de la provincia de Castellón. El tema es reivindicativo y festivo a medias, aunque hay que decir que la mayoría de personas que suben de acampada lo hacen únicamente por la fiesta, aunque luego hagan bulto a la hora de dar peso a las exigencias de la comarca, muy dejada por la mano del gobierno autonómico.
Este año la cita era en el Portell de Morella, un pueblecito minúsculo aunque bonito. La acampada de tres días y la fiesta de tres noches me ha dejado muy destrozado el cuerpo, pero como de costumbre ha valido la pena. Por décimo año consecutivo, el último fin de semana de julio se compone de los tres días más divertidos del verano. Y ahí es donde quería llegar yo con el título del post, a que con este Aplec se cierra el círculo para mí. He recorrido todos los pueblos que han organizado esta última vuelta y el año que viene, si Morella quiere encargarse del tema, repetiré localización como Aplequero de nivel 2. Allí donde acampé por primera vez a mis tiernos 17 añitos volveremos el verano que viene hechos unos hombretones (o unas pedazo mozas, según el caso), con la experiencia en montar toldos que da haber pasado tantos calores inenarrables y, supongo, con una mirada tierna a los chavalillos que suben por primera vez y no saben montar iglús ni cantar canciones de Barricada con las orquestillas. Aprenderán: la sabiduría en las acampadas se recibe a base de palos, de pasarte el fin de semana bebiendo calimocho al sol y llegar al sábado por la noche con la piel quemada y el estómago ácido.
Y el nivel 3, dentro de otros diez años, aunque ni siquiera sé si seguiré vivo para entonces. De momento, toca pensar en qué me gasto los puntos de desarrollo que acabo de conseguir tras dar la vuelta completa a los Aplecs. Había pensado gastármelo todo en Resistencia, que supongo que con los años seguirá menguando a buen ritmo por sí sola. Pero algunas habilidades sociales (Conseguir Hielo o Ligoteo Etílico) tampoco vendrían mal. Y siempre me había hecho ilusión el Kung Fu, pero lo cierto es que para irte de acampada muy útil tampoco es. Además, seguro que esos puntos están mejor gastados en Evitar Controles de la Benemérita, que este año al menos estaban muy pesaditos a la entrada del pueblo. No nos encontraron nada, por supuesto, pero agobian y hacen perder el tiempo. Y a un tipo de nivel 2 no se le pueden hacer esas cosas.