Algo que añadir a mi cuerpo principal de quejas sobre RENFE, ahora que lo tengo fresquito.
Siempre he pensado que la política ferroviaria de RENFE era clasista. Al fin y al cabo, al menos en el trayecto Valencia-Castellón, cualquier Cercanías en el que subas parará un mínimo de una vez en alguna estación para ceder el paso a cualquier Alaris, Arco o similar que esté en el mismo recorrido. Se podría argumentar que esos otros trenes circulan a mayor velocidad y lo lógico para aprovechar tal hecho es cederles el paso, aunque suponga retrasos de cinco o diez minutos para los viajeros de segunda clase. Vale: construid más vías. Y además, de todos modos dudo mucho que los viajeros de trenes caros tengan que patearse alguna vez los andenes cargando con sus equipajes como yo porque su convoy les espera (es un decir) en el punto más lejano posible de la estación. Y eso que les serviría para acortar la distancia (aunque fuera unos metros) y llegar más rápido, ¿sabe usted?
De todas formas, lo del clasismo iba porque hoy he podido confirmar que se da incluso dentro de los trenes. Normalmente llego a la estación con el tiempo pegado al culo, sin poder hacer las colas que hay en las dos taquillas (de seis) que funcionan y sin posibilidad de conseguir cambio, ya que las máquinas solamente aceptan billetes de cinco euros para mi recorrido. Así que me subo directamente al tren, y normalmente hablando educadamente al revisor y llamándole "interventor" (que suena como más poderoso) no hay problema para conseguir que expida el billete en ruta a precio normal. Normalmente. Hoy iba yo sin afeitar, con barba de una semana. Cuando tengo que coger el tren, la barba y el desaliño general son un seguro infalible para evitar la compañía de viejas cotorras que puedan amargarte la siesta o el libro. Pero en los revisores ejerce el efecto contrario: "Pues te tengo que cobrar el doble, chaval". ¿El doble? Pero si ha sido por culpa de la máquina y las colas en taquilla; yo quería comprar el billete. "Lo siento, es lo que hay". Pero yo no quería pagar el doble, obviamente, así que me he ofrecido a bajar en la próxima estación y esperar al siguiente. "Veeeenga, va, te lo hago a precio normal". He conseguido contener la sonrisa ante su frase y darle las gracias; coger el billete y arrancarle una especie de disculpa, un "es que eso ya no depende de mí" antes de que se fuera a seguir interviniendo en el vagón.
Sonrisa por haberme salido con la mía. Pero mal cuerpo al ser consciente, una vez más, de que si hubiera nacido mujer (preferentemente buenorra) o tuviera unos años más y llevara bigote, o si simplemente me hubiera afeitado esta mañana, me habría ahorrado un tira y afloja que no conducía a ninguna parte después de comer, con lo poco que me apetecía.
Aunque es cierto que me está bien merecido casi caer presa de los prejuicios de otros cuando soy yo mismo quien intenta aprovecharlos en mi beneficio a la primera de cambio.
O: "De como una tarea sencilla en apariencia puede complicarse hasta extremos insospechados cuando se conjugan los hados y el mal karma".
El encargo parecía sencillo. Tan sencillo como hacer un dibujo, escanearlo y enviarlo por e-mail. Mi primo Richal y su novia están montando una ludoteca en Castellón que llevará el nombre de Bufanúvols, un gigante de la mitología de la zona que se dedica a bufar núvols (a soplar nubes, vamos) cuando no está de fiesta con sus colegas Tombatossals, Arrancapins y Tragapinyols. Pero esa es otra historia, y será contada en otra ocasión.
Para ir promocionando la ludoteca necesitaban con cierta urgencia un dibujo de Bufanúvols apartando nubes a soplidos con un arcoiris de fondo, así que el lunes por la tarde cogí un lápiz y me puse a ello. Ningún problema. Lo entinté (y ahí sí que hubo algún problema porque siempre me las apaño para empezar por el lado equivocado e ir corriendo la tinta a medida que avanzo) y, como ya era tarde, lo guardé para escanearlo ayer martes.
En principio no debería ser complicado conseguir que alguien te escanee un dibujo a cambio de dinero, y mucho menos en las fotocopiadoras de alrededor de una universidad o en la reprografía de la propia facultad. De hecho, muchas de las tiendas tenían algo parecido a "escaneamos cosas a cambio de dinero" en sus carteles. Pero en una tenía que ser para el día siguiente ("lo siento, es que mi turno termina ahora mismo; si quieres, te lo hago para mañana", en fin, debería haber contestado algo a esa frase), en otra tenían demasiado trabajo y las máquinas ocupadas, y en otras simplemente no podía ser. En los cybercafés tenían escáner, pero sin configurar (¡olé, olé y olé!) y, para no aburrir más, solo diré que finalmente conseguí un escaneo a cambio de tres euros del ala más otro por el CD donde me grabaron el archivo de imagen, tras dos horas de dar vueltas por Burjassot.
Solamente quedaba enviarlo. Para ello necesitaba un ordenador que tuviera: (1) conexión a internet, y (2) unidad de CD-Rom. Cualquiera diría que es tarea fácil, sobre todo en un campus de ciencias. Ya. Claro. Ayer, cosas de los hados, los ordenadores con CD no admitían conexiones. Pero no lo supe hasta que quedó uno libre, momento en el cual ya era demasiado tarde para entrar en otras aulas de informática del campus. Y además el CD estaba grabado en formato Mac, pero eso no lo he sabido hasta esta tarde, cuando (ya más resabiado) he comprobado todo, todo y todo antes de salir de casa.
En resumen, una tarde perdida completamente. Soy un descreído (que dice mi abuela) pero viendo tardes como la de ayer a veces no puedo evitar pensar que, si hubiera acumulado unos cuantos puntos kármicos en días anteriores, no se habría confabulado absolutamente todo el universo para evitar que hiciera algo tan sencillo como enviar un dibujo por e-mail. De ahí que decidiera dar el día por terminado a las ocho de la tarde y no pasara a visitar a mi casera para recordarle que llevamos dos meses esperando un electricista. Tal y como estaban las cosas, probablemente me hubiera acabado liando a gritos y podría haber significado otros dos meses de retraso, lo que habría enturbiado todavía más mi humor con la consiguiente acumulación de karma negativo. Y para círculos viciosos estoy yo...
Advertencia: Razonamiento resacoso.
El novio de mi amiga Bego es brasileño. Por tanto, habla portugués. Apenas se defiende en castellano pero es capaz de entenderlo si la gente le habla despacito, lo cual plantea el primer problema a la hora de mantener una conversación conmigo: hablo bastante deprisa. Puedo tratar de controlarme y reproducir a x1/2; me agobio enseguida, pero al menos la comunicación existe. El problema de verdad, el que tiene una solución más difícil, es el vocabulario. Sobre todo, el vocabulario que utilizo yo (y todos) en conversación.
La jerga. Un recién llegado difícilmente será capaz de contestar a la pregunta "¿Estás currando en algo?", y yo difícilmente la plantearé utilizando palabras distintas. Quien escriba igual que habla, que tire el primer comentario. Yo me convencí de que hablo incluso más con el culo de lo que pensaba, pero entonces vi la luz. Le dije algo como: "¿Dónde se ha metido Bego?", y tampoco me entendió. Eh, ahí no había ninguna palabra en jerga. Yo lo había comprendido todo mal desde el principio. No es que hable mal: es que hablo extremadamente bien. Utilizo con tanto éxito los recursos lingüísticos (como el de introducir un taco cada tres palabras) que soy totalmente hermético a oídos de cualquiera que no domine la lengua castellana. El resultado viene a ser el mismo (no se me entiende), pero yo me quedo más tranquilo.
Iba a ponerme a hablar de normalización lingüística, pero casi mejor lo dejo para otro día menos espeso.
Tiempo de cambios. Para empezar, el ordenador desde el que he escrito prácticamente todo este blog se aleja de mí para siempre. Lo cierto es que solamente estaba usufructuándolo, a él y a su conexión a internet, pero tenía (tengo, todavía; he de ponerme a grabar CDs como un condenado cuando termine de escribir esto) tanto material aquí y estaba organizado tan a mi manera que no puedo evitar el pinchazo de la separación. Sí, por una máquina, así de enfermo estoy.
Por supuesto que seguiré escribiendo. Y actualizando La Concha, y pasando por el foro, y leyendo blogs, y enviando El Puercoespín. Pero el trabajo será sin conexión, como en los viejos tiempos. Así que, al menos durante una temporada (hasta que Emilio decida que pongamos internet en casa), que nadie se extrañe si aparecen varias entradas aquí de repente después de una semana de aparente inactividad. Bueno, la verdad es que tampoco era tan raro que ocurriera hasta ahora. Soy un pequeño tramposillo con las fechas de creación de entradas, pero procuro que se ajusten al momento en que se me ocurrió la idea en cuestión.
Llevo una semana de aúpa. Mudanza física (la de Bego, dueña de este cacharro), mudanza de unos y ceros a CDs a la espera de otro disco duro que okupar, nacimientos en la familia de amigos, obsesión (relativa) por dejarlo todo a punto para una etapa nueva en la que no sabré muy bien qué hacer con el tiempo libre. ¿Estudiar, quizá? Bueno, tal vez un poco, pero jamás he dejado que eso acabara con mi vida social...
En fin. Nos seguimos leyendo.
Hoy he ido al hospital a verte por primera vez. Mónica y Félix (tus padres, pero todavía no sé cómo querrán que les llames) estaban contentísimos. Tú dormías, o dormitabas, o algo, pero el primer contacto que hemos tenido tú y yo ha sido que yo tropezara con tu cuna y perturbara un momentito tu duermevela. Mónica, que me conoce, ha dicho entre risas: "Manu, Asia. Asia, Manu". No me tengas en cuenta que probablemente haya sido yo, después del médico con su cachetito, la primera persona de este mundo en molestarte.
Y mi deseo, ahora mismo, solamente se expresa en una frase que de tanto repetirla nos emborrona siempre su enorme significado: Que te lo pases muy bien. Toda la vida.
Antes me costaba horrores pedir cosas. No que me dejaran libros o cómics, o dinero, sino que me hicieran favores. No me era posible. En mi mente había una extraña combinación de humildad ("en realidad no hace falta molestar, puedo hacerlo yo mismo") y orgullo ("en realidad no hace falta molestar, puedo hacerlo yo mismo") que creaba alguna especie de cortocircuito neural y me complicaba bastante la existencia. Y por alguna incomprensible política de devolución de favores, o simplemente porque a la gente también le gusta ser buena, observé que mi modus operandi de ofrecer y hacer favores al prójimo sin esperar ni aceptar nada a cambio tenía dos efectos. En unos, esta forma de actuar era aceptada sin reservas: los que jamás se levantan a abrir la puerta, ni a preparar calimocho, ni a coger el azúcar para el café. En otros, reparo y un sutil rechazo: los que no comprendían, porque era incomprensible, que fuera yo quien no dejaba que se levantaran a traerme el café en sus propias casas.
La cosa ya ha cambiado, desde luego. Ni me ofrezco siempre a hacer las cosas que deben hacerse (porque no acabaría nunca), ni me inhibo tanto a la hora de solicitar prebendas cuando la ocasión lo requiere, cuando hay una descompensación razonable entre el esfuerzo que le supone a la otra persona y la satisfacción que me proporciona a mí su trabajo. La descompensación, obviamente, a favor de mi satisfacción. Cualquier otra opción, y sobre todo la que yo tenía antes como propia, no tiene sentido. Y además, en cierto modo, acaba molestando a la gente que no debe.
El otro día estaba en el supermercado, haciendo cola en la caja con mi padre, cargados con botellas de agua porque, cuando aparezco por Castellón, el consumo hídrico de mi hogar materno se multiplica considerablemente. Cosas de las resacas. En la caja de al lado, la dependienta de la carnicería acababa de pillar a unos novatos en el arte de robar, a juzgar por el tamaño de las bandejas de pollo empaquetado que intentaban ocultar en sus cazadoras. La gente se indignó mientras los aspirantes a Robin Hood (sospecho que, en este caso, los pobres entre los que repartir el botín eran ellos mismos) salían del supermercado con la cabeza gacha. Y los honestos compradores, mi padre incluido, comentaban que en el albergue se puede conseguir comida y que, de todos modos, si la hubieran pedido en el supermercado probablemente se la hubieran regalado. Se indignaron, decían, no por el hecho de que alguien robara para comer, sino porque los muy orgullosos no habían sido capaces de pedirlo humildemente. Dada la concurrencia del supermercado a aquellas horas, dudo bastante de la versión oficial, igual que con el 11-M. Pero sirve para ilustrar, en cierto modo, que todos (no solamente yo) nos sentimos ese poquito mejor cuando le conseguimos a alguien algo que necesita. Y que para que eso pueda ocurrir, también es necesario que expresemos las necesidades de vez en cuando. La otra actitud, mire usted por dónde, acaba llegando al egoísmo desde el otro lado.
Y además está muy bien que, por ejemplo, de vacaciones en el pueblo de un amigo, te traigan un zumito y algo de fumar a la cama cuando estás de resaca. Y eso sí que hubiera sido complicado de robar.
Y yo que quiero estudiar Mates... ¿Tan malo es?.
- ALan creWitch, comentario en este blog.
Y no es sólo eso. Las matemáticas "de verdad" son muy distintas de lo que se estudia en el instituto. Allí son más bien intuitivas; en la facultad, y esto sí vale para todas, son extremadamente formales. Pocas asignaturas se prestan a una visión gráfica y poco sesuda, aunque admitiré que también las hay. Pero recuerdo la impresión que nos llevamos David y yo el primer día de carrera cuando entramos en una clase y la profesora escribió "Definición" en la pizarra, lo subrayó y se lanzó a definir axiomáticamente los números reales y a demostrar resultados sobre ellos sin siquiera introducirnos la asignatura. Sin siquiera decirnos su nombre, ahora que lo pienso.
La carrera tiene su lado bueno, por supuesto. Tiene asignaturas de astronomía que están muy bien. Tiene ramas preciosas, como la Topología o los fractales, y es innegable que refuerza considerablemente la capacidad de pensamiento lógico. Supongo que por esas razones inicié yo la carrera. Pero quien vaya a meterse en un berenjenal tan grande haría bien en plantearse si le compensa tanto formalismo, tanta construcción axiomática. Tanto empollón.
Y tanto aburrimiento al cabo de los años...
Anoche llegué sano y salvo a Castellón después de unos cuantos días estupendos. Al final, lo de llamar San Perro al lugar donde me dirigía ha sido más exacto que si hubiera escrito San Pedro porque ni siquiera hemos entrado en la provincia de Almería.
Esta tarde empiezo a rellenar los días con la crónica, aunque las fotos tendrán que esperar algo más...
Amaneció, desperté solo en el colchón que (por una vez en la vida aunque sea) compartía con dos bellas mozas y era el día de volver a casa. Aparté el pensamiento, aparté el saco de dormir que me había aislado cuando no debía, maldición, y decidí que ya iba siendo hora de darme una ducha. La última había sido cuatro días atrás y, aunque hay cierta tolerancia en las acampadas, la cosa empezaba a pasar de castaño oscuro.
Hacía sol. Por primera vez en todo este tiempo, hacía un día estupendo y teníamos un lugar bonito (el patio trasero de casa de Ana, con sus bancales verdes) para aprovecharlo. Con una pera, una manzana, un vaso de zumo de brick y unas tostadas con aceite y sal, base de nuestra alimentación como creo que ya he dicho, el puto paraíso. Otra vez. Tanto queríamos evitar el momento de volver a la realidad que cuatro de nosotros (creo que Maijo es la única que no había nombrado, y conste que no es por falta de méritos) decidieron quedarse un día más. Para los que abandonábamos ya el sueño, al menos quedaba la última comida, en el mismo bar donde hicimos la primera cena.
Sí. Más rabo.
Y también más orujo, que había que reponer a sus propietarios las botellas de recuerdo que nos bebimos cuando pasábamos tanto frío. Un café, una visita rápida al museo que tenían montado con los restos de excavaciones arqueológicas de la zona. Y un inciso: Excelentísima alcaldesa de Liétor, si algún vecino repara en que la maniquí del diorama del piso superior empuña una cuchara cuando ésta debería estar sobre la mesa, sepa que la responsable es Susana, natural de Castellón de la Plana. Y yo no he dicho nada.
Para demostrar, después del trayecto en coche y los atascos, antes del aspirado del coche y el rapado del perro, que las aguas volvían a su cauce, me perdí en las carreteras de Valencia. Pero no durante mucho rato.
Teníamos un problema. La noche anterior habíamos acabado con todas nuestras reservas de orujo-miel, y la próxima prometía volver a ser fría. Teníamos otro problema. La mayoría no habíamos dormido demasiado bien, precisamente a causa del frío, y teníamos el cuerpo destemplado. La solución de urgencia era obvia: desplazar el convoy al pueblo más cercano para conseguir suministros y refuerzos. Pero ahí se nos presentó un tercer problema con el que no contábamos. Pau estaba muy mal. No había podido dormir en absoluto y el golpe de calor del bar donde entramos a liberar unos cuantos cafés con leche para la causa le dejó para el arrastre. Ana paseó con él, Susana y yo nos quedamos en su coche por si acaso y el resto emprendió la misión de búsqueda de recursos en el pueblo.
Cuando volvimos al campamento base después de helarnos todavía más las manos fregando cacharros y con la idea de comer y ver de una vez por todas el nacimiento del Mundo, el cuarto problema. Picolos. Guardiasiviles. La Benemérita. El Patrol. Resulta que no se podía acampar donde nosotros lo habíamos hecho, pero ellos mismos habían tapado previamente el cartel de "Fin de zona de acampada" porque el recinto oficial se quedaba pequeño. No era culpa nuestra, y eso lo podían ver incluso ellos, pero nos identificaron a todos de todas formas antes de decirnos que, total, si nos íbamos mañana, tampoco hacía falta que levantáramos campamento ahora mismo. Y ese montoncito de leña que han cubierto ustedes con la lona para que no lo veamos, me lo dispersan a la voz de ya, no la vayamos a tener.
El mediodía avanzó y se hizo evidente que mi idea de la sopa de pescado de brick era buena, pese al choteo inicial. Ja. Pero Pau no mejoraba. El Sub-comando Tranki se desplazó de nuevo al pueblo para hacer, sí, otro carajillo y comprar una manta para que el pobrecillo no se nos muriera por la noche. Pese a lo adverso de la situación, todos queríamos seguir con el viaje. Había ese tipo de optimismo que puede rozar lo descerebrado, pero es genial de compartir. Pero no contábamos con el Problema Número Cinco (y no hagan rimas) que nos comunicaron vía móvil: nevada repentina. En realidad, nosotros estábamos a tres kilómetros y ni nos enteramos, luego no podía ser tan grave el asunto, pero al no llevar cadenas en los coches la paranoia con la meteorología se acrecentaba. Cuando volvimos, después del café, había medio campamento desmontado y ya no había opciones que no fueran acabar de desmontarlo. Comprensible, dado que Pau no estaba precisamente en las mejores condiciones, que nadie quisiera incrementarle la ansiedad después de aquello.
Decidimos volver a Liétor para pasar la última noche del viaje. Teníamos una casa vacía y no estaba demasiado lejos, pero el Sub-comando Tranki, por una vez, no quería marcharse de allí sin ver al menos los primeros tramos del recorrido del río Mundo, que nace en la zona. Cuando llegamos, ya en las últimas horas de la tarde, no había cola para entrar el coche. A los cinco minutos de comenzar la visita ya estábamos haciendo el cabra, subiendo en paralelo al primer chorro que vimos bajar entre las rocas por una ladera y llegando al camino que hay más arriba. Pronto descubrimos que aquello era el final del recorrido, así que decidimos hacerlo al revés. Y resulta que es una opción mucho mejor que la "oficial": primero subes a los miradores y ves la parte espectacular y salvaje del nacimiento de un río, luego descubres lugares entre las rocas, dentro del río, donde es delito no pararse a fumar (siempre llevándote contigo las pruebas del delito) y finalmente queda un plácido recorrido entre árboles y sombras, con el sonido del agua, para pasear de vuelta al coche. Si volviera, repetiría el camino en el mismo sentido (el contrario) que esta vez. Vale la pena.
La comodidad terminó tan pronto como desperté en el super-sofá del chalet que habíamos okupado. Había que recoger trastos, limpiar, apagar la caldera y plantearse adónde íbamos ahora que estaba claro que no nos pondríamos morenos en la playita, al menos no esta vez. Por allá abajo, a no ser que los telediarios mintieran (de nuevo) por alguna extraña razón, seguía lloviendo. En Albacete el tiempo no era mucho más caluroso, pero al menos podíamos llevar ropa.
Siempre me habían dicho que el nacimiento del río Mundo era un lugar precioso, así que me pareció un buen plan alternativo cuando salió a discusión. Nos costó poco decidirnos: no es que tuviéramos muchas más opciones, y las que quedaban (permanecer en el chalet o volver a Liétor) privaban a quienes nunca habían ido de acampada de la posibilidad de hacerlo por primera vez. Y al resto, de ver algún otro sitio nuevo. La primera parada, obligatoria, era en el Carrefour: compra de subsistencia, latas y demás, y café con leche. Sabíamos que en Riopar, el pueblo más cercano a nuestro destino, tendríamos de todo. Pero no recuerdo una sola vez en todo el viaje en que pudiéramos tomarnos un café (léase carajillo, al menos en mi caso) y dejáramos pasar la oportunidad. Siempre es agradable viajar con otros adictos.
Devolvimos las llaves de la mansión a Bego y partimos sin más demora. A todo esto, ya serían las 3 de la tarde. Pero llevábamos el horario cambiado desde la inesperada juerga del primer día y no pudimos (ni quisimos) restaurarlo. Por suerte, siempre desayunábamos bien. Otra parada para café en Alcaraz, un pueblo que habrá que visitar con más detalle en otra ocasión -nota mental- porque parecía tener una riqueza arquitectónica impresionante, y esto no es opinión mía sino de Isa, estudiante de bellas artes. Finalmente, Riopar.
El nacimiento del río Mundo está a unos 6 km. del pueblo, con una cola de coches esperando para entrar, pero la zona de acampada quedaba algo más allá. El concepto era la "acampada controlada", que es como la libre porque no hay que pedir permiso, pero con una patrulla del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil paseándose por allí de vez en cuando. El día siguiente nos enteraríamos de que incluso esta modalidad tiene los días contados en la zona: la gente es muy cerda. Pero de momento había tiendas de campaña para todos los gustos: caravanas, banderas de españa, bakalaeros, gente con generadores y televisores, y también gente normal, claro. De todos modos Nico, el perro de Susana que viajaba con nosotros, es un cabronazo de mucho cuidado y siempre tiende a encararse contra perros más grandes que él con el consiguiente riesgo para su vida, hecho que nos obligó a alejarnos algo más del núcleo de la zona de acampada y nos permitió encontrar el lugar perfecto: un claro llano, rodeado de pinos, frío como todo allí y tranquilo.
Sí, habría podido ayudar a montar el resto de tiendas una vez construido el iglú cutre que llevaba yo. Pero ¿dónde está la gracia de la primera acampada si viene la gente y te planta la tienda?
La noche fue muy fría. A las 11 estábamos a 2º sobre 0, lo que hace suponer que durante la madrugada alcanzaríamos temperaturas negativas. El hornillo de gas, que dudábamos si llevarnos a la playa, se convirtió en un aliado imprescindible. Y el orujo que Susana y Darío compraron de recuerdo se convirtió en combustible para no refugiarnos en los sacos de dormir antes de tiempo. La noche fue larga, divertida (memorable el momento de Darío bailando grandes éxitos de su CD Todo Temazos como el Porrompompero) y sobre todo fría. Y una de las cosas que más risa nos daba era enumerar las capas de ropa que cada cual llevaba puestas cuando la idea original era no llevar absolutamente ninguna. Otro de los propósitos iniciales, organizar luchas de barro y cobrar por verlas, seguía siendo factible (caía aguanieve a intervalos), pero a ver a quién convencías de que se dejara arrancar la ropa a 1200 metros sobre el nivel del mar...
Por supuesto, despertamos tarde. Al fin y al cabo, la noche anterior había terminado pasadas las siete de la mañana y ya de antemano había sueño que recuperar. Seguíamos en Liétor, en casa de Ana, desayunando pan con aceite y sal (que se convertiría en la base de nuestra alimentación, junto al orujo-miel) y zumos, y esperando a que la previsión meteorológica de La Primera decidiera si seguíamos con el plan hippie en Almería o había que improvisar algo. Mientras tanto, los dos perros hacían de las suyas en el patio, con bancales que bajaban hasta un arroyuelo.
En la previsión gráfica del tiempo, la punta del relámpago caía exactamente sobre el lugar al que nos dirigíamos. Nubarrón sobre nuestras cabezas, y eso que estábamos a unos 400 kilómetros y hacía solecillo. No es que nos reuniéramos para decidir qué hacíamos, pero sí se iniciaron conversaciones que nos llevaron a... a posponer la decisión un día más, por supuesto. Acordamos dar un par de vueltas por el pueblo, marchar a Albacete capital y hacer noche en un chalet que nos prestó la hermana de Bego [1]. Mañana miraríamos de nuevo las previsiones y decidiríamos, aunque creo que todos teníamos ya bastante claro que no íbamos a subir en barca estas vacaciones a no ser que lloviera mucho más de la cuenta.
Mientras tanto, exploración. El pueblo tiene dos iglesias, una más grande y con un museo que dejamos de lado, y otra más pequeña, más fea a mi juicio, pero con sorpresa guardada como los huevos Kinder. Sólo que en este caso no abrías el huevo y te salía un muñequito, sino que levantabas una alfombra en el rellano del altar y te salía una cripta llena de momias. Cadáveres de curas que no comían chinas del río precisamente (sus manos se unían beatíficamente muy por encima de la columna vertebral) y de benefactores de la iglesia, como una madre con su hijo esquelético, que debieron morir en el parto hace 300 años. El más espeluznante, de todas formas, era el mejor conservado: un hombre al que todavía se le reconocían las facciones en el pellejo de la cara. Estuvimos allá abajo el tiempo suficiente para verlos todos bien y salimos antes de que alguien decidiera hacernos la bromita de cerrar la trampilla; todo el mundo sabe que lo siguiente que hubiera ocurrido es un ataque zombi sobre el pueblo en toda regla. Y las primeras víctimas hubiéramos sido nosotros.
Bajamos por un camino de cabras hasta el río Mundo, que pasa por debajo del peñón sobre el que está el pueblo, y aquí fue donde me di cuenta de lo que me había dejado en Castellón: cualquier tipo de calzado que no fueran los horribles y antiguos náuticos que llevaba puestos, con su suela desgastada, sus cordones que se desataban y todo tipo de facilidades para matarte campo a través. Cuando quisimos darnos cuenta, ya debajo del pueblo, Darío estaba trepando a una roca y desapareciendo por un agujero, apareciendo en una terraza, apareciendo en otra. Quien pudo y quiso, le siguió. Yo, dada la condición de mi calzado, opté por esperar debajo fumando y sacando fotos y sentir una profunda envidia.
Y finalmente nuestro convoy de dos coches se puso de camino hacia Albacete, ya de noche. Nos reunimos con nuestro contacto allí (¡Bego! ¡Después de seis meses!) y nos guió hasta el refugio que habíamos de utilizar aquella noche: un chalet enorme a 12 kilómetros de la ciudad, perteneciente a su hermana, sin muebles a excepción del sofá de mis sueños y con una alarma que disparamos y que a punto estuvo de enviarnos allí a las fuerzas de orden público, con lo que llevábamos encima. Fue la única noche del viaje que no comenzamos bebiendo orujo, pero lo compensamos con unos cubatas en Albacete y una partida de las largas al Ocalimocho 3.0 (TM), que (por una vez) tuve el buen juicio de traerme.
Calefacción central. Lo que llegaríamos a echarla de menos.
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[1] No pudiste volver de Brasil en momento más oportuno, cariño. Y yo te recibí como de costumbre: pidiéndote favores... Volver.
O: "Extraños compañeros de cama". Y no, no es lo que parece.
El día amaneció nublado y tarde. Las once de la mañana y con una ligera resaca, y miles de cosas que hacer antes de revisar por última vez la mochila para no olvidarme nada. Claro, luego pasaría lo que tenía que pasar. Las perspectivas no eran demasiado halagüeñas para nuestro plan original de pasar unos días haciendo el naturista y comulgando con el cosmos (playero) en San Pedro, Almería. El tiempo que hiciera en Valencia daba igual, pero las previsiones para el sur de la península pintaban las nubes muy negras. De todas formas, estábamos animados y listos para la primera etapa del viaje: Liétor, Albacete. Lo cierto es que juntamos un grupete extraño, que incluía a gente que apenas se conocía o que nunca se había ido de vacaciones con el resto, y supongo que ése fue un factor importante para que saliera tan bien.
Finalmente llegamos a Liétor con bastante retraso respecto al plan inicial, que por entonces todavía teníamos esperanzas de mantener. No importaba demasiado porque de todas formas había que hacer noche allí, pero ya estaba oscuro cuando descargamos los dos coches (7 personas, 2 perros, 3 tiendas de campaña, sacos, hornillos y demás equipo) en casa de Ana. Hambrientos, nos dirigimos al bar El Labrador (recomendadísimo), y allí empezaron a terminar todas las reservas que pudieran tener entre sí los miembros del Comando Almería. Cerveza, vino con gaseosa. Y una frase de Ana mientras pedía al camarero: "¿Queréis rabo? ¿Habéis comido rabo alguna vez?", que dio inicio a las carcajadas que siempre arranca el humor sutil y refinado, y que ya no nos abandonaron en todo el viaje. El segundo condicionante fue el orujo casero. Supongo que será algo típico de toda la parte sur de la provincia de Albacete, pero al menos en Liétor hacían un orujo con miel que quitaba el hipo, o más bien que lo daba a largo plazo. El primer chupito, delicioso. El segundo ardía en la garganta. Y tras terminar la botella que nos dejaron sobre la mesa, ya quedaba claro que no íbamos a irnos a casita a dormir para tener fuerzas al día siguiente.
El canto de sirena (en plena montaña) de los cubatas a 3€ guió nuestros pasos hasta el pub más cercano, donde conocimos y bailamos con lo mejorcito de la flora y fauna local, las mujeres compararon el tamaño de sus glándulas mamarias, un miembro de nuestra expedición cantó a capella a su novia a través del equipo de sonido, y acabamos abandonando el local por vergüenza ante la hora que era ya y llevándonos al Disco Penélope de Liétor (increíble, están por todas partes; ¿será una franquicia?) al barman, que quería hacer negocio fingiendo su propio secuestro. La discoteca, por una vez, no fue repelente, aunque seguía la política de canción-buena-canción-mala para obligar a gente como yo a endeudarse ya desde el principio del viaje y aprovechar las malas para confraternizar con las camareras del local y pedirles cubatas de vodka.
El colofón final consistió, ya de vuelta en casa de Ana, en dormir cinco de los siete en dos colchones de matrimonio y, ya con Susana rendida y roncando, recapitular y llegar a la conclusión de que nuestra tabla de salvación frente a una noche de volver a casa prontito y dormir para estar frescos en la segunda etapa del viaje fue el orujo (no sabíamos la razón que acabaríamos teniendo). Y el rabo, por supuesto. La lástima era que nos íbamos al día siguiente y no pudimos obedecer el anuncio en forma de cartel que estaba por todo el pueblo:
Lo de "entrada gratuita" me dio que pensar...
Saldremos el jueves, pero no está de más ir haciendo los preparativos para el viaje. La idea es pasar unos días en la playa de San Pedro (aunque esta página web se refiera al lugar como San Perro), en Almería. Por lo que sé, es una antigua cala de piratas con un manantial de agua dulce que ahora han tomado unos amantes de la naturaleza como su hogar y chiringuito. Si no llueve el plan es pasar unos días en íntimo contacto con la naturaleza (en pelotas, vamos) y recorrer el lugar. Sé por gente que ya ha estado que es un paraíso, aunque me temo que habrá bastante gente allí estas vacaciones. Tiene incluso una zona con barros para poder interpretar escenas de Lucía y el Sexo y bastantes senderos que llevan a sitios interesantes.
Como no hay más remedio que salir el jueves después de comer (hay gente que trabaja y esas cosas), haremos una parada técnica en el pueblo de Ana para no llegar de noche a Las Negras. Al fin y al cabo, la cala en sí está al final de un sendero de 4,5 km que tal vez no sea buena idea recorrer de noche, y la otra única forma de llegar es en barca, contratando a algún pescador del pueblo que tampoco querrá salir sin luz a la mar. Llegaremos allí el viernes, cargaremos las mochilas y las tiendas de campaña en una barca y nos instalaremos. Más allá de eso, no hay demasiada cosa planeada. Y me alegro de que así sea.
Con lo que supongo que este blog se quedará sin actualizar unos días y después, por arte de magia, esos días se llenarán de posts. Y si no lo hacen, solamente puede significar dos cosas: o que he estado tan entretenido que no he escrito nada o que me he quedado a vivir allí...
Todos los años me ocurre lo mismo. Acaban los exámenes de febrero y llegan carnavales. Pasan carnavales y, en un pis pas, aquí están las Fallas (fiestas que suelo ignorar sin motivo racional aparente) y las fiestas de la Magdalena (que merman año tras año mi capacidad cerebral). Y ahora las vacaciones de semana santa. En conclusión, que ni siquiera soy consciente de que tengo asignaturas que atender en la universidad hasta bien entrado abril, y para entonces llevo tanto tiempo sin aparecer por la facultad ni a decir hola que se hace cada vez más complicado presentarme allí, inventar alguna excusa para los profesores "mamá" y ponerme las pilas. Más complicado y menos apetecible.
Ayer estuve tomando cervezas con dos amigos que no veía desde hace bastante tiempo, ambos flamantes licenciados en Matemáticas. Acabamos sacando el tema del agobio existencial, de las pocas ganas de estudiar después de tantos años. El caso es que llevo muchos años estudiando cada febrero, junio y septiembre y matriculándome cada octubre. Demasiados. Tantos que, en ocasiones, tengo que recurrir a "lo poquísimo que me queda para acabar" para no enviar la carrera a tomar por culo, buscarme un trabajo que me permita mantenerme mejor que las clases particulares y la ocasional revisión de libros para Plaza&Janés (es decir, buscarme cualquier trabajo) y jurarme a mí mismo que no permitiré que nadie más vuelva a juzgar mis conocimientos utilizando como única base mi capacidad de memorización. Pero sigo recurriendo al "total, para lo que me queda sería una lástima" y a pensar que seguro que es genial poder decir que soy licenciado en Mates.
En pocas palabras, tengo una falta de motivación monumental. Sé que solamente tengo que pegar un empujón serio en junio y otro en septiembre para poder colgar el título de la pared, pero no tengo ganas de darlos. El título ya no es un incentivo tan fuerte como lo fue, principalmente porque soy consciente de que no termina ahí: falta estudiar el CAP y las oposiciones si quiero ceñirme al objetivo inicial de acabar con un horario y un sueldo cojonudos en un instituto. Y ni siquiera esto me atrae ya tanto.
Las horas de estudio no tienen una recompensa inmediata. Ya he dicho por aquí que nuestro valor más preciado es el tiempo, y preparar exámenes supone invertir cantidades ingentes de él en comprar una posibilidad. Incluso suponiendo que estudiar implicara aprobar (cosa que en mi carrera no es cierta ni mucho menos), seguiría invirtiendo el tiempo en comprar la posibilidad de seguir estudiando (CAP y oposiciones) para comprar la posibilidad de, tal vez, una serie de sustituciones en institutos que me garantizarían, a muy largo plazo, una plaza. Demasiada posibilidad, demasiada inversión de tiempo, demasiada poca certeza. En mi mente está cada vez más clara la tendencia a mandarlo todo a la mierda.
Pero he llegado a un acuerdo conmigo mismo. Daré ese último empujón. Haré esa inversión de tiempo. Estudiaré duro para junio y seguiré estudiando duro para septiembre. Pero si no termino la carrera este año, la situación cambiará radicalmente. Buscaré un trabajo, cualquier trabajo, que me permita vivir sin demasiados agobios y me tomaré la carrera (porque de verdad quiero ser licenciado en Matemáticas, aunque no utilice la licenciatura para nada útil) con mucha calma. Sí, incluso con más calma que durante todos estos años.
Supongo que tendré que pulir un poco el razonamiento, pero hay tiempo para ello: el jueves salgo hacia una playa perdida en la costa almeriense en la que nos dedicaremos, básicamente, a hacer el hippie hasta el lunes que viene. Me llevo libreta, que seguro que hay momentos más que de sobras para escribir algo y colgarlo aquí a la vuelta, pero no garantizo fotos. La frase "nada de cámaras, y mucho menos digitales" ya se ha oído entre las féminas del Comando Nudista de Exploración de Playas Perdidas...
Ayer leí en el Magazine que viene con el periódico de los domingos un artículo de un periodista y escritor leonés (Julio Llamazares, también es casualidad el apellido) sobre el futuro presidente del gobierno. Poca cosa que no se supiera ya a estas alturas: que lleva toda la vida metido en el PSOE, hasta el punto de ser imposible distinguir la persona del político. Pero un par de frases me dejaron preocupado ante el futuro que nos espera en los próximos 4 años.
1. Sus amigos [...] recuerdan de él como travesuras su particular teoría de la masturbación [...] que decía que, si aquélla se hacía "de forma rápida y sin recrearse", no era pecado.
Maravilloso. Genial. Entonces, ¿para qué se las hacía? Hubiera sido más sencillo dejar las manos quietas y esperar a que la naturaleza siguiera su curso en forma de poluciones nocturnas. Supongo que en sus tiempos, y más en un colegio de curas, las ideas sobre el sexo no debían estar demasiado claras (al fin y al cabo, en mi tiempo y en un colegio supuestamente laico tampoco lo estaban), pero sigue siendo chocante esa manera de pensar, ese afán por anular el placer, ese miedo al pecado, en el chiquillo que se convertiría en quien ha de marcar nuestra política bien pronto.
2. [...] escribir una biografía de una persona monógama, abstemia, que nunca se ha emborrachado y cuyas únicas aficiones son el footing y la pesca de la trucha no es realmente muy emocionante.
En principio, no. Y a mí, además, me pone los pelos de punta y confirma que había una razón para el repelús que me dejó en el cuerpo la frase sobre la masturbación. Ya no es solo que Zapatero sea Sosomán de verdad, sino que probablemente será incapaz de comprender que leyes del PP como la del Botellón (que se aplica, y con dureza, al menos en la Comunidad Valenciana) han de ser derogadas a la primera oportunidad que se presente. No verá que una ley así no va a impedir que la juventud se emborrache, sino que le salga bien de precio. Que es una ley cuyo único objetivo es favorecer a propietarios de discotecas y a vecinos bienpensantes, privando a los pobres chavalines de 16 años de una experiencia vital imprescindible: emborracharse a precio de saldo con los amiguetes, y decidir por uno mismo si le gusta o no. Zapatero Preocupante no verá la injusticia obvia que hay en que yo no pueda beberme una lata de cerveza sentado contra una estatua mientras, en las terracitas a diez metros de distancia, las señoras se hinchan a Martinis para abrir el apetito. Para él, como para la mayoría de los abstemios (y no digo nombres, Veti), el alcohol debe ser el causante de males que en realidad están en la mente del bebedor. Y sí, me centro en el alcohol y no hablo de la monogamia, ni del footing, ni de la pesca, pero es que la Ley Seca ya me tocó los cojones sobremanera en su momento, y el artículo del Magazine me ha dejado con la impresión de que no será derogada.
Tenemos asumido que la manera de gobernar cambiará. Aunque solamente sea por falta de mayoría absoluta, Zapatero tendrá una cara más amable que la que tuvo Aznar. Pero falta ver si el Partido Socialista hará honor a su nombre o derivará, como me temo, hacia una especie de cristianodemocracia light. Una viñeta de un Jueves de hace tiempo se hacía eco de una noticia según la cual el PSOE estaba pensando en quitarse la O del nombre, a la moda europea. La viñeta hacía el chascarrillo obvio: "Ya que están, podrían quitarse también la S". Esperemos que, en la práctica, no llegue a tanto.
Advertencia: Razonamiento resacoso.
En vista de la publicidad que hacen por televisión, el mundo de la cosmética debe avanzar incluso a un ritmo superior que el de la informática. O de lo contrario no se explica que, incluso dentro de una misma gama de productos, cada dos meses aparezca una innovación que deja todo lo anterior a la altura del betún. Cuando creíamos que la experiencia orgánica era lo máximo para el cuidado capilar, resulta que las microceras son muchísimo mejores. Y ya veremos con lo que nos salen mañana.
Recuerdo la risa que me entró hace unos años cuando Vidal Sasoon (TM), pionera del dos-en-uno, lanzó como idea genial los productos separados como si fueran una novedad cuando ya todas las marcas se habían apuntado al carro del champú con acondicionador. En el fondo, no creo que sea más que un camelo, una excusa para poder seguir haciendo publicidad de productos en los que, si no está inventado todo ya, poco falta. Una amiga que estudia Publicidad me contaba que un profesor suyo les explicó las dos cosas que siempre debían tener en cuenta los creativos publicitarios: (1) la demanda del mercado, y (2) el sexo. Teniendo esto en cuenta, la estrategia de los champús (o del rímel, o de los dentífricos) es perfecta. La gente quiere cambios e innovación, pero se suele detener en los detalles, en modificar algún aspecto insustancial de la vida sin que cueste demasiado esfuerzo. Cambiar de marca en los productos de belleza es una idea poco atrevida, pero resultona. Y, por supuesto, con un cabello llevado a su perfección absoluta por las ceramidas naturales se folla más.
Lo cual, dado el estado de mi pelo (hoy sobre todo), explica bastantes cosas.