7 de Abril 2009

Batallitas: La talla de sus enemigos

Si es cierto lo que me recordó el otro día Taladro, que la valía de un hombre se mide por la talla de sus enemigos, entonces el siguiente documento demuestra que lo mío es lamentable...

reclamación_consumo.jpg

... pero me toca los cojones la gente a la que cualquier poder (por nimio que sea, como es el caso) da todas las alas que necesita para creerse un amo de cortijo y andar pisoteando por ahí a su antojo. Y me los escuece que, encima, se salgan de rositas. Aunque si he de ser sincero, lo que de verdad me los patea a base de bien es que el pub en cuestión ni siquiera me gusta.
 

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26 de Enero 2009

Batallitas: Los AC/DC en 2209

Antes que nada, quiero elevar una enérgica protesta a los fabricantes de teclados, que llevan años sin incluir el rayo de AC/DC en ninguna tecla pese a que la sociedad, evidentemente, lo demanda. Dicho queda.

A finales de la semana pasada se empezó a rumorear que AC/DC añadiría unos cuantos bolos en estadios grandes a su gira mundial de 2009, porque al parecer mi lamentable historia con las entradas se repitió en bastantes puntos del planeta. Yo me levanté después de dormir solamente tres horas para estar delante del ordenador a las nueve y veinte, cuarenta minutos antes de la hora oficial en que se ponían a la venta. Me era indiferente Barcelona o Madrid, aunque Bilbao me queda algo lejos; simplemente buscaba cuatro entradas. Ya treinta minutos antes de la hora H se hizo evidente que, al menos por internet, no iba a conseguirlas. La web de Servicaixa y la de El Corte Inglés estaban exactamente igual de saturadas, y yo sabía que no me serviría de nada acercarme al centro comercial del triangulito verde porque allí se conectan al servidor de la misma forma que yo en mi casa. La única esperanza era que Servicaixa diera prioridad a sus propios cajeros de Servientrada sobre las conexiones domésticas.

Pero ni con esas. Por fin encontré un cajero con servicio de entradas, tras mucho patear Valencia; el tío que estaba delante de mí, que iba a por lo mismo que yo, me explicó que ya era el tercer lugar donde lo intentaba y que solamente en el primero había llegado a ver dos entradas, sacadas un grupo que buscaba tres. Después de eso, ni se conectaba al servidor. Ni el siguiente cajero donde había probado suerte. Ni tampoco en el que le encontré yo. Aguanté media horita charlando con él y con otro desesperado antes de optar por volverme a casa, dada la falta de sueño que llevaba, en vez de proponerles que nos tomáramos unas cervezas para cagarnos en los hipotéticos tres modernitos que verían a los AC/DC en nuestro lugar.

Esta vez las entradas se ponen a la venta en grandes cantidades por el aforo de los estadios, el 6 de febrero a las once de la mañana. Y si eso falla, según la web de Hipersónica solamente hay que esperar doscientos años para tener otra oportunidad:

acdc_2209.jpg

Dudo mucho que yo aguante hasta 2209, pero seguro que los AC/DC (¡queremos el rayo ya!) siguen vivos. Y me juego lo que sea a que los Stones también.
 

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31 de Octubre 2008

Batallitas: El viejo del porno

Hace ya unos cuantos años trabajé durante las vacaciones universitarias oficiales para una academia en Valencia. Ofrecían cursillos de ofimática y contabilidad a empresas pero el negocio les estaba flojeando -porque era verano, supuse- y habían tenido que arremangarse para recolectar clientes sin CIF uno por uno. Los jueves me presentaba allí a las once y enseñaba a usar hojas de cálculo a un contable cuarentón (entonces no había cuarentañeros) que posiblemente se viera a punto de perder el último rayo teleportador de la informática. Aunque a mí me gusta pensar que se fijó a tiempo en que, dejando que las cuentas se hicieran solas, trabajaría menos horas. Cada miércoles por la noche, en casa, yo arrancaba la copia pirata de Excel en el ordenador del Doctor Maligno, pulsaba F1 y me preparaba en diez minutos las dos horas del día siguiente.

Mis otros alumnos exigían aun menos trabajo. La clase era de Introducción a la Informática. El grupo estaba formado por una mujer de treintaytantos (entonces las de treintaytantos no eran chicas), un matrimonio mayor y otro hombre de edad avanzada y cara de simpático. Solo que el grupo no era tal: la pareja eran los padres de mi jefe, el otro señor era un amigo de ellos y la mujer de trentaitantos era la novia del socio de mi jefe, que además hacía las veces de secretaria y también, tras las dos primeras clases, novillos. En otras palabras, mi grupo de alumnos no era más que una farsa para hacer creer al viejo simpático, el único alumno con la matrícula pagada, que tenía compañeros en el aula. El padre de mi jefe cumplió a la perfección su papel de gancho interesado en un principio, pero debo decir que cuando se vio capaz de comprender a un ordenador empezó a tomarse las lecciones con tal entusiasmo que los ánimos que daba a su amigo pasaron a parecerme reales. O a lo mejor era cosa mía, intentando convencerme de que no tenía un 75% de alumnos de atrezzo.

El verano transcurrió tropezando de fiesta en fiesta, que es como deben transcurrir los veranos. La academia me pagó el dinero que me debía ahorrándome la molestia de firmar nada y volvió a su ocupación habitual de enseñar márketing y Contaplus. El viejo simpático no solucionó sus problemas con la informática, creo que porque en el fondo no entendía que fuera él quien debiera adaptar su forma de pensar a la de una máquina y no al revés. Alguien de la academia iba a su casa cada semana y hacía de traductor entre su cerebro y la mentalidad de Windows 98. Y al poco recibí una llamada telefónica: el chico no podía seguir atendiendo al abuelo, y tal vez me interesara a mí.

Las dos primeras clases particulares siguieron más o menos la misma estructura que en la academia, pero el hombre se cansó pronto de tantos ejercicios. Quería utilizar el ordenador para sus propósitos, no caer enfangado en un aprendizaje que, claramente, no terminaría nunca. Dichos propósitos eran dos: (1) terminar una novela que había empezado a escribir tiempo atrás con algún procesador de texto para MS-DOS, y (2) bajar porno. Los profesores particulares sin capacidad de adaptación no duran mucho en el negocio, así que en menos que canta un gallo teníamos un eMule instalado y unas cuantas direcciones de internet apuntadas. El sistema, a grandes rasgos, funcionaba solo y no requería más intervención mía que cuando bajaba algún vídeo que no le gustaba o cuando perdía algún vídeo que sí entre la maraña de carpetas.

La novela se complicó más. Era una epopeya espacial, escrita durante años, que narraba los avatares de una civilización tecnológica a lo largo de milenios, y cuyo argumento daba bandazos según lo que le estuviera pasando por la cabeza a su autor en el momento de escribirla. Dado que tenía una buena formación filosófica, ampliada con el tiempo gracias al hecho de tener pasta gansa, se le notaban en la escritura las corrientes que llamaban su atención en cada momento. El texto necesitaba una edición muy seria, que el hombre estaba decidido a acometer animado por los premios de cajas de ahorros que habían recibido algunos de sus relatos cortos, pero su Word no sabía leer los diskettes donde lo tenía guardado. Codificación de caracteres no-ASCII. Al final dejé de ser un profesor particular y pasé a actuar de secretario, solo que el café me lo traía él a mí a cambio de que yo le ayudara con la descarga de vídeos de señoritas. Era cómodo para ambas partes. Yo aparecía una o dos veces a la semana y traía bajo el brazo capítulos de su novela “pasados”, es decir, legibles por sus programas actuales; ya que estaba allí, también le ayudaba con los dolores de cabeza que le estuviera dando Windows en el momento. Y el trabajo que me llevaba a casa lo hacía en la sombra y en un pispás una macro de Word que grabé tan pronto como se me ocurrió hacerlo.

El viejo enfermó y empezamos a vernos menos. Ya tenía toda su novela lista para editar y le hicieron agua los pulmones. Entraba y salía del hospital, y poco a poco dejamos de llamarnos. Aunque he pasado un par de veces por delante de su casa, jamás le he dado al timbre. Ni creo que debiera: éramos igual de importantes el uno para el otro. Yo era un chaval de veintitantos, él un viejo de setenta y tantos (entonces no se les llamaba maduritos), con solo el porno y la ciencia-ficción en común. Pero al menos en eso, creo que estábamos de acuerdo.

Imagen que no viene (mucho) a cuento:

halloween_hub.jpg

Entrañable.

 
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5 de Diciembre 2007

Batallitas: Tapas

Cerca de casa han abierto un bar en el que ponen tapa gratis con la cerveza. Supongo que la cosa no sorprenderá demasiado a la gente que viva en según qué zonas, pero en Valencia es algo digno de mención y, visto lo visto, también de entrada en el blog. Lo descubrió el sargento Pauix. El tercio cuesta un euro treinta, e incluye la tapa que le dé la gana al camarero: normalmente son unas bravas, o un montadito con queso o fiambre; si se sienten especialmente salerosos pueden caer unos choricillos a la plancha. Nada en comparación con lo que puede verse en otros lugares con más tradición de tapa, pero un mundo en los lugares donde no la hay.

Digo yo que tiene que ser cosa de mafias que no haya más bares que hagan lo mismo, porque de lo contrario es imposible explicar que sea tan raro el asunto de la tapa gratis por estos lares. Siempre me he imaginado a un barman pensando: "Coño, si pongo tapa la gente vendrá aquí en vez de ir al bar de al lado". Y también me lo imagino recibiendo una visita al día siguiente de poner en práctica la idea: un par de tipos ataviados con trajes que les sientan mal, paseándose por el bar, cogiendo patatas bravas con la mano de la mesa de los clientes y comentando lo inflamables que parecen estas sillas.

Pero supongo que es más cuestión de costumbres que otra cosa. En Almería o en Salamanca (que son los sitios taperos que he frecuentado últimamente) sería impensable tomar una clara o un tinto sin que te ofrezcan la correspondiente tapa. De hecho, me impresionó mucho un abuelete en un bar de Cabo de Gata, hace un par de veranos. El hombre llevaba allí desde antes de las once de la mañana, que es la hora a la que llegamos nosotros para desayunar. Cuatro horas después, todos seguíamos en la terraza. Nosotros habíamos desayunado café con leche, almorzado cerveza con tapas y comido unas deliciosas raciones de jibia en salsa; el vejete seguía erre que erre con sus tubos de cerveza y sus tapas. Llegó un momento en que se terminó lo que fuera que estuviera pidiendo y la cocina había cerrado ya, así que la camarera le sugirió que pidiera otra tapa distinta con la siguiente birra. El tipo entró en cólera, se le calentó la sangre alcoholizada. No se levantó de la silla, no levantó la voz, pero dejó claro a la pobre chica que si no le ponían la tapa que quería no pensaba pagar ni una sola de las cervezas que había estado trasegando. Cuando empezábamos a temernos que habría jaleo, el bar accedió a encender la cocina y prepararle la tapa.

No seré yo quien diga que hay que ponerse así cada vez que se nos niegue la tapa que es nuestra por derecho (más que nada porque, en según que zonas, no acabaríamos nunca), pero por lo que a mí respecta el resto de bares de la zona pueden irse al garete mientras no sirvan tapas con la bebida, que yo ya sé a cuál ir para tomar un par de tercios. Y a ver si cunde el ejemplo.

Imagen que no viene a cuento:

Concierto de La Pulquería

El cantante de La Pulquería jugándose el tipo
en una barca de plástico. (Foto: Susana.)

 
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6 de Septiembre 2006

Batallitas: La pared de la cocina

Posiblemente esta sea de las últimas entradas que escriba en este piso de Burjassot, porque a lo largo de este fin de semana y la que viene el Doctor Maligno, el sargento Pauix y un servidor se mudan a su nuevo Cuartel General en Valencia. Así que supongo que no es mal momento para hablar de un personaje singular antes de que salga (supongo que definitivamente) de mi vida: la casera.

Mi casera no se pasaba nunca por casa. Fue una incógnita hasta que un buen día decidí relevar al Doctor Maligno, que ya llevaba tiempo viviendo aquí, en los pagos del alquiler. Me pareció una ancianita agradable, concienzuda (siempre con recibos y papeles de acá para allá) y normal, para que luego digan que la primera opinión es la que cuenta.

Al poco de instalarnos, una investigación arqueológica de la que hablé en su momento nos reveló la oscura verdad: la mujer a la que pagábamos cada mes tenía una imprenta casera desde la que distribuía panletos falangistas. O tal vez fuera su marido, ya que una carta de la Hermandad de la División Azul que recibimos en casa dos años después iba a nombre de él:

Hermandad de la División Azul

En realidad no se les notaba. Nunca intentaron vendernos ejemplares de la revista Milenio Azul ni convencernos para pasar el verano en el Campamento Hispanidad. Lo cierto es que para entonces evitábamos tanto mantener conversaciones largas con la casera que le habría sido bastante difícil. Pero ahora, con la perspectiva, queda bastante claro que nunca le gustamos mucho. De hecho, llegó un momento en que podíamos saber su estado de ánimo hacia nosotros por las reacciones de la vecina del primero (amiga suya de toda la vida y comerciante ilegal de naranjas) hacia nosotros: saludo y sonrisa, bueno; cambiar de acera y ceño fruncido, malo.

Hace algún tiempo terminamos de hartarnos de la miserable presión de agua que teníamos en el Cubil del Mal. Las duchas eran tan horribles en invierno (lentitud y poca agua caliente implica frío) como en verano (yo creo que no había bastante potencia como para arrancar el sudor de la piel), y fregar los Instrumentos del Caos para la cena se convertía en un suplicio eterno, así que nos plantamos un día en su casa y le dijimos que llamara a un fontanero. Ilusos. La señora se convenció a sí misma de que era capaz de solucionarlo sin llamar a nadie, supongo que a consecuencia de sus sesenta y tantos años arreglando instalaciones hídricas día sí, día también. Pese a nuestras muchas protestas, se plantó en casa con una llave inglesa. Así que, con la esperanza de que se desengañara y se marchara rápido a buscar un teléfono, le franqueamos el paso hasta la cocina. Todos juntos: ILUSOS. En el momento en que penetró en el sancta sanctorum de la haute cuisine quedó embelesada por unas manchas que había en las paredes y olvidó por completo el tema de la presión de agua.

- Esto no lo podéis tener así.
- Tranquila, señora, que eso se va con KH-7. Mire qué poca agua sale del grifo.
- Pero, ¿y si sube alguna vecina y lo ve?
- ¿Qué vecina tiene que subir? Mire, esto es toda el agua que sale.
- No, no, no, esto tenéis que quitarlo ya.
- Nos gustaría, pero es que no tenemos presión de agua. ¿Miramos lo del grifo y luego hablamos de las paredes?
- Bueno, bueno, pero eso hay que limpiarlo. ¿Ves la toma de agua que hay fuera de la ventana?
- Sí, ¿por?
- Dale con la llave inglesa.
- ¿Está segura? Esto debe llevar años sin girarse. Mire, no se mueve nada.
- Tú haz fuerza.
- Vale, ahora no sale nada de agua. ¿Le doy hacia el otro lado? Nada, hace tope y el chorro se queda igual. Ya le había dicho que no era cosa de este grifo, que a las vecinas de al lado les pasa lo mismo.
- Ay, cómo me tenéis esa pared.

En ese momento comenzaron a desarrollarse dos historias paralelas: la Búsqueda de la Presión de Agua y la Pared Maldita. Llegamos al consenso de que tan pronto como tuviéramos una presión decente dejaríamos la pared como los chorros del oro y ella podría pasarse a comprobarlo. Pero la señora agotó todas las posibilidades: llamó a un técnico de Aguas de Valencia por si el problema era de suministro, cosa que era imposible porque no a todos los pisos les pasaba lo mismo. Pero tuvo que venir el pobre hombre, despertar a este pobre inquilino y hacerle bajar un cubo vacío para no inundar el bajo al enseñarle el muy señor caudal que llegaba al edificio, como si a mí hiciera falta convencerme. No era el suministro, demostrado. A la casera se le debieron abrir las puertas del infierno cuando finalmente no le quedó más remedio que llamar a un fontanero, que (tras visitar dos o tres pisos de la finca) diagnosticó un serio problema geriátrico en las tuberías y recetó unos cuantos implantes. Toda la instalación nueva, vamos.

Sí, finalmente dejamos las paredes de la cocina como una patena. Pero entonces nuestra amiga salió con que quería hacer revisión de paredes cada dos meses, ante lo cual adoptamos la técnica de decirle que sí a todo y darle largas. Empezó a llamarme con algo más de frecuencia para hablar de paredes, y casualmente sacaba también el tema cada vez que iba a pagarle el mes. No sé si la Psicosis del Tabique Impoluto está catalogada por los loqueros, pero harían bien en planteárselo.

Con el tiempo empezó a remitir el tema de la cocina, pero solamente porque le dio por subirnos el alquiler y firmar un nuevo contrato. Cierto era que sólo aparecía el nombre del Doctor Maligno en el documento original, pero yo sospecho que para entonces la señora alucinaba con que éramos unas sanguijuelas dispuestas a sacarle hasta el último céntimo en reparaciones sin raspar diariamente los azulejos a cambio, y quería tener nuestros nombres y DNIs por si acaso había que denunciar un incumplimiento de la Ley de Paredes.

No llegamos a firmarlo, ni lo haremos: a mediados de julio se descolgó con que una sobrinita suya se venia aquí a estudiar y, bueno, que nos largáramos en quince días. Le contó al Doctor Maligno que yo me había puesto "violento" al teléfono, total por un par de tacos que solté en medio de una explicación perfectamente razonable y lógica acerca de la imposibilidad de encontrar piso y llevarnos todos los trastos en ese tiempo. Tal vez fueran tres o cuatro tacos, ahora que lo pienso. Pero los resultados están a la vista: aquí estamos, mes y medio después (qué menos), a punto de mudarnos a la nueva Base Secreta de Operaciones en la bella capital del Túria.

Cuando no son los vecinos, son los caseros falangistas. Y cuando no, todo a la vez. Pero mirándolo por el lado positivo, si en lugar de todo esto estuviera cometiendo la insensatez de pagar una hipoteca no tendría estas historias que contar. Y tampoco sería ese el peor de mis males.
 

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8 de Febrero 2006

Batallitas: Armando al enemigo

O: ¡Historias del instituto!

Hace unos días llegó un comentario de un tal Nota a una entrada de este weblog llamada The Spawn from Hell, en la que relataba las tácticas de extorsión que me veía obligado a utilizar con mis alumnos de la academia. El comentario, sin editar y en todo su esplendor ortográfico, es el siguiente:

sr.profe...el articulo me a dejao acojonao jeje la primera visión d un profesor k knozco..son casi las 12 y mña tengo un examen de el libro d la celestina...crees k me lo e leido?k ago sino aki?bajarme las preguntas d internet.En sta vida o espabilas o t kdas atras o...estudias?va a ser ke no XD paz

Paz, tío. Y hoy, precisamente, he tenido una conversación sobre las tácticas que empleábamos en el instituto para medir las tragaderas de los profesores, escaquearnos de clase o simplemente divertirnos, ya que estábamos allí. Puestos a pasar información a un enemigo que en su mayoría será incapaz de asimilarla, al menos que sirva para que no se pierdan en el olvido.

La Paella siempre ha sido un clásico, yo creía que exclusivo de Castellón hasta esta noche, que he descubierto que se practicaba en toda la Comunidad Valenciana. (Puede que existan versiones regionales como el Cocido o la Fritura de Pescado, aunque no tengo noticia de ellas.) Es un procedimiento algo extremo que puede emplearse para medir la resistencia mental y el autocontrol de un profesor sustituto en su primer día de clase. Hay que prepararla con cierta antelación, antes de que la víctima entre en el aula. Se asigna a cada alumno de la clase un ingrediente de la paella (pollo, conejo, arroz, judías, bajocons, ajo, tomate, sal, romero, alcachofa o caracoles si es época). Como no habrá bastantes ingredientes, lo ideal es que varios alumnos que se sienten lejos tengan el mismo. Varios pollos, varios conejos.

Un alumno (generalmente el más salao, que se sienta en última fila) hará de cocinero. Todo el mundo entra en clase y pone cara de buen chico mientras el profesor nuevo saluda, se presenta y comienza a explicar. Durante un tiempo se guarda silencio y se finge atender a la lección. Y cuando al cocinero le venga en gana, generalmente con el profesor girado hacia la pizarra, dice un ingrediente de la paella. Como la clase está callada, basta con que lo susurre para que su voz sea irreconocible. No hay que revelar el mando. Si dice "judía", todas las judías se pondrán de pie durante un segundo y volverán a sentarse, sin decir nada. En esta fase se busca el efecto "rabillo del ojo", en el que la pobre víctima intuye que sucede algo pero no sabe exactamente qué. Cuando el cocinero decida que ya ha habido bastante sutileza, o si se pretende medir la resistencia al encabronamiento del novato, puede pasar a hacerse con el profesor de cara. Diversión garantizada.

Es relativamente fácil manejar a un profesor a tu antojo: se pone todo blandito y babosín cuando parece que aprendes algo o cuando muestras cualquier clase de iniciativa que pueda clasficarse como travesura graciosa, y se puede utilizar esto para servir a tus propósitos malignos. Como ejemplo, los propósitos malignos que tenía mi amigo, al que llamaremos Corto Maltés para preservar su identidad. (No creo que a Andrés le importe que escriba esta jugada después de tanto tiempo.) Corto era bastante enamoradizo por aquel entonces, y se le metió entre ceja y ceja impresionar a una chica bien de la clase de al lado. Después de unos cuantos intentos no espectaculares y fallidos, decidió organizarlo a lo grande. Reunió un comando en el que tuve el honor de incluirme y metió en el ajo a un profesor que se ponía blandito y babosín con las travesuras graciosas, y que lo único que tenía que hacer era llegar cinco minutos tarde a clase después del recreo. Trajimos un cassete y una cinta con la Marcha Imperial grabada, nos pusimos unas cajas con agujeros en la cabeza durante el recreo (el plan original era un traje más elaborado, en plan Storm Trooper, pero qué se le va a hacer) y nos dirigimos con paso firme a la clase de la amada del Corto.

Los dos primeros soldados abrieron las puertas del aula y apartaron a un lado algunas mesas para crear un camino recto hasta el pupitre de la chica, camino a cuyos márgenes montamos guardia los demás, con pose marcial y vista al frente. Finalmente el Portador (que no era Corto, por cierto), con la cabeza inclinada, avanzó por el pasillo de soldados portando una rosa roja, que depositó con una genuflexión en la mesa de la amada. Épico y resultón, señora, como debe ser.

Así que ojo al dato, queridos alumnos de hoy. Algunos de vuestros profesores nos hemos ido del aula a gatas, en plena clase, por la puerta de atrás. Algunos hemos jugado a póker mientras a nuestro alrededor tenía lugar una clase de historia. Algunos hemos tomado unas cervezas y unos carajillos en el mismo bar del instituto antes de entrar en clase. Mi colega Corto incluso consiguió que sirvieran cerveza negra allí. Puede que algunos estemos un poquito más al tanto de las cosas de lo que parece.

Otro día, niños y niñas, juegos de beber. Que también me sé unos cuantos...

Imagen que no viene a cuento:

El fin del mundo se HACERCA

Pero tranquilos, no hay nada todavía
http://ultimasnoticias.blogdiario.com/.
(Gracias, DrillerKiller.)

 
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20 de Noviembre 2005

Batallitas: Para quien se las merece

 

Entrada de los Pleasure Fuckers

Kike Turmix murió el diecisiete de octubre, hace ya más de un mes. Cáncer de hígado: eso da una idea, incluso para quien no conozca a los Pleasure Fuckers, de la clase de vida que llevó. No le conocía personalmente, claro, y no puedo dar una idea de su personalidad como hace otra gente, pero el único concierto que presencié de los Fuckers (uno de los grupos favoritos de entonces de mi amigo Lucho) fue apoteósico. Todavía conservo la entrada.

El peso del cantante de los Fuckers oscilaba entre los 120 y los 150 kilos, según quién te contara la historia. Yo solamente recuerdo que estaba muy gordo; con tanta cerveza encima es difícil estimar el peso de la gente. Berreaba como si no hubiera mañana y le acompañaba un buen grupo punk-rock. Cuenta la leyenda (y ya me corregirá alguien de Malasaña, supongo) que una vez se dispuso a lanzarse al público desde el escenario, hizo un par de amagos y a la de tres todo el mundo se apartó de debajo... excepto una pobre chica que no debía enterarse muy bien de lo que ocurría y recibió el impacto de su vida y una pierna rota. Pero estas cosas tienden a exagerarse.

Descanse en paz.

(Y sí, ya sé qué día es. Pero desde mi punto de vista le pueden dar por saco largo y tendido. Las necrológicas, para quien se las merece.)
 

Enviado por Manu, 10:16 PM | Comentarios (5)
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8 de Febrero 2005

Batallitas: Nochevieja en París - 3

Los polacos que hacían noche en la misma casa que nosotros eran gente simpática. Yo trabé alguna que otra charla en inglés con el chico (Piotr, creo que se llamaba) pero no conseguí averiguar si estaba en París de turista o de cristiano. Las conversaciones tendían a girar alrededor del heavy metal, así que me formé una opinión que no pude confirmar nunca. Las tres chicas españolas sí tenían aproximadamente nuestros mismos planes aunque no escucharan heavy. Eran majas, e incluso hicimos visitillas culturales y tomamos algunas cervezas con ellas. Pero también eran algo más cortadas que nosotros y decidieron que debían presentarse como mínimo a algunos de los actos de Taizé, aunque fuera por guardar las formas. Nosotros, para entonces, ya habíamos hecho voto de no dejarnos ver en ninguna macroconcentración cristiana, no fuera a ser que lo grabara alguna televisión y acabáramos siendo el blanco de las burlas de los amigos, por entonces todos muy punkis. Además, no teníamos tiempo. Había mucho que ver. De las reprimendas, si es que llegaban, ya nos encargaríamos en su momento.

Estuvimos casi toda la mañana con las chicas viendo la tumba de Napoleón y dejando pasar el rato hasta que llegara la hora de nuestra cita con mi contacto en la ciudad. Marine llegó puntual a la estación donde habíamos quedado, pero creo que fuimos nosotros quienes nos perdimos. De todos modos acabamos encontrándonos (¡sin teléfonos móviles, señora!) y fue de puta madre volver a verla cuando sólo quince días atrás pensaba que jamás nos cruzaríamos de nuevo. Pasamos la tarde con ella en Joinville y, como sospechábamos, fue la intermediaria perfecta para conseguir suministros y recursos lejos del hogar. Respecto a la nochevieja, nos explicó que sus amigos iban a organizarla en alguna casa, pero que la pandilla estaba en un momento difícil (discusiones, líos de faldas y demás) y podía suceder cualquier cosa. Acordamos que yo iría llamando por teléfono a las horas de estar en casa y volveríamos a encontrarnos el mismo 31 de diciembre.

Y el día y medio que quedaba hasta entonces transcurrió a caballo entre las cervezas, el frikismo y los monumentos de París. Recorrimos la ciudad de cabo a rabo, con perdón de la expresión. Tanto entrar en el metro por la gracia de Dios nos parecía abusar demasiado de Su Bondad Infinita (TM) y también nos hacía temer Su Justa Ira (TM), así que a veces saltábamos las máquinas como en las películas. Por lo general íbamos por nuestra cuenta, aunque nos juntamos un par de veces con las chicas y otro par con la hermana de Braktor. Tenían pensado desde el principio hacer lo imposible por colarse en el museo del Louvre, así que no podíamos perdernos aquella jugada. Como mínimo, sería divertido. Un amigo suyo, el organizador y cabecilla visible, llevaba un carnet de Estudiante Internacional al que pensaba sacar un buen partido.

Nos dirigimos directamente a la entrada de grupos y, en la mejor tradición de Superdetective en Hollywood, nuestro amigo le pasó el carnet por la cara al funcionario de turno y empezó a parlotear acerca de la Universidad de Salamanca. Nosotros éramos un grupo de estudiantes que había concertado meses atrás una visita no guiada al museo. El bedel nos comunicó que no le constaba ninguna Universidad de Salamanca. Sorpresa. Nuestro Eddie Murphy le dio más datos: éramos un grupo de Historia del Arte y la facultad nos había becado para una visita a París. El funcionario volvió a consultar sus papeles. Eddie seguía hablando. Hubo algún cruce de llamadas telefónicas. Volvió a pasar ante sus aburridos ojos el carnet de Estudiante Internacional. Y finalmente, tras esos momentos tensos en los que se echa de menos un redoble de tambor, nos entregó el premio gordo: acreditaciones para todos. No creo que haya mucha gente en el mundo que pueda decir que se ha colado en el Louvre. Y supongo que, de ellos, muchos menos podrán decir que lo han hecho mientras estaban de incógnito en una ciudad tomada por las tropas de Juan Pablo II. Muerde el polvo, Código da Vinci.

La tarde del día 31 de diciembre Bolingo y yo hablamos, creo que por segunda vez, con nuestra anfitriona. Fue para decirle que no iríamos aquella noche a dormir: teníamos unos amigos en París y celebraríamos el año nuevo con ellos. Dormiríamos en su casa y oiga, señora, no se preocupe, que nosotros a las ocho de la mañana sin falta estamos plantados como estacas en la iglesia del barrio para la misa de despedida. Cogimos el metro y, ya convenientemente alejados, compramos los ingredientes para el calimocho cutre más caro de la historia. La versión francesa de Cola Tof más Casón Histórico, pero a precio de Rioja. Un día es un día, y por entonces una nochevieja sin calimocho no era una nochevieja. Finalmente la fiesta era en casa de una amiga de Marine, aunque seríamos menos gente de la esperada porque (creo recordar) la pandilla se había deshecho en dos. En aquella fiesta aprendimos algunas cosas y, porqué no decirlo, también nos pusimos como cubas. Lección uno. Las chicas francesas besan en la mejilla al ser presentadas, pero sólo una vez. Es incómodo ir a dar un segundo beso y ver como apartan la cara, así que esto lo aprendimos rápido. Marine era una excepción. Lección 2. No es buena idea pasar la nochevieja junto a un grupo que no sólo no comparte ningún idioma contigo, sino que tiene tantas preocupaciones en la cocorota que ni le importa. De nuevo, Marine fue la excepción. Y si además te dedicas a hacer cosas horriblemente desagradables como mezclar vino barato con cocacola en una cazuela, servirlo en vasos de plástico y tragarlos por docenas, la situación no mejora. Salir de aquella casa a las frías seis de la mañana fue la lección 3, la más jodida de todas. Me despedí de Marine en el portal, convencido de que esta vez sí era la última que nos veríamos en la vida. Falso otra vez, pero el golpe de suerte que me llevaría de nuevo a París más adelante... es otra historia.

El resultado de todo aquello fue que acabamos pasando una de las mañanas más divertidas de nuestra vida. Todavía borrachos, decidimos que la mejor idea era evitar el frío metiéndonos en los vagones caldeados del metro. Nos transformamos sin saberlo en los Tres Viajeros Zen del Sinsentido: escogimos una línea y la recorrimos de punta a punta dos o tres veces mientras bebíamos el calimocho que no habían querido que dejáramos en aquella casa, con lo educados que fuimos al ofrecérselo. El momento Yin tuvo lugar cuando decidimos que nos íbamos a presentar de verdad en la misa de ocho del barrio. Nos pareció una idea estupenda. El momento Yang ocurrió cuando Braktor alcanzó la conclusión de que lo que realmente le pedía el cuerpo era utilizar el pasillo del vagón desierto como escenario improvisado para imitar a Chiquito de la Calzada. No puedo, no puedo. Por supuesto, el vagón continuó desierto hasta que lo abandonamos. Ya no nos quedaba calimocho.

El impacto gélido al salir de la estación y el paseo bajo cero hasta la iglesia consiguieron el mismo efecto que hubiera tenido la vitamina B12 en vena: nos devolvió un poco a la realidad. Visto con perspectiva, fue una suerte. De lo contrario podríamos haber acabado tragándonos la misa entera, y lo que para nosotros era una conversación a susurros debía parecer a oídos franceses una sarta de risotadas etílicas sin control. La sobriedad nos hizo abandonar la iglesia a los diez minutos y esperar fuera, fumando y pasando frío, a que terminara la ceremonia. Recogimos nuestras cosas de casa, nos despedimos de Piotr y su novia y, ya en el autobús, descubrimos que Bolingo y yo habíamos sido los únicos que no sufrimos las iras de nuestra anfitriona durante aquella última mañana. Las pobres chicas habían recibido una enorme bronca a la francesa por pasar completamente de las actividades cristianas y dedicarse a hacer turismo, cuando ellas precisamente eran quienes se habían preocupado de aparecer de vez en cuando. A nosotros no nos dijo ni esta boca es mía; incluso nos despidió con una sonrisa. La vida es injusta. O eso, o Bolingo impone mucho. Que también.

En la primera estación de servicio compramos pilas para los walkmans y dormimos el sueño de los justos durante todo el viaje. Excepto cuando fumábamos, claro. Y cuando parábamos a comer. Y durante otro par de momentos en los que yo, al menos, intentaba asumir todo lo ocurrido y sólo era capaz de concluir entre la vigilia y el sueño que aquel final de año era para contarlo.
 

Enviado por Manu, 4:24 AM | Comentarios (4)
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4 de Febrero 2005

Batallitas: Nochevieja en París - 2

Estábamos llegando a París. Nuestros planes para aquel viaje consistían en visitar unas cuantas tiendas de juegos de rol (por entonces en España el material de importación era casi imposible de conseguir), echar un vistazo a algunos monumentos y pasarlo tan bien como pudiéramos mientras tanto. Yo tenía un contacto en París. El nombre es Marine, la había conocido meses atrás en Edimburgo y nos habíamos hecho amigos. Cuando llegáramos a París y estableciésemos contacto con ella, podía proveernos de suministros y hacer de enlace para que disfrutáramos de una fiesta de nochevieja como dios manda. Pero sus agentes en la Tierra (me refiero a los de Dios) no iban a ponernos las cosas fáciles. El sacerdote estaba explicando algunos detalles de nuestra estancia en la ciudad. Había comidas y cenas multidudinarias organizadas cada día a lo largo y ancho de París, y las familias con que íbamos a alojarnos nos indicarían la forma de llegar o nos llevarían allí en coche. Familias. Familias. Íbamos a dormir en casas particulares, no en hostales pagados por Juan Pablo II.

El autobús nos dejó en lo que parecía una parroquia enorme. El edificio se había convertido durante aquellos días en uno de los miles de centros neurálgicos del encuentro parisino. Allí se nos tenía que organizar en grupúsculos y esperar a las familias que iban a hospedarnos. Nos repartieron unos horarios en castellano y un ticket de metro por persona. El ticket llevaba escrita la palabra mística "Taizé" (que en realidad era el nombre de la organización mundial juvenil), y nos franqueaba las puertas de todo el subsuelo mientras durara la concentración cristiana. Nos dieron los datos y números de teléfono de nuestros anfitriones y resultó que Bolingo y yo estábamos en la misma casa. Braktor, no. Desgraciadamente no había sitio para grupos de tres, pero Braktor se alojaría con su hermana, si no recuerdo mal. Por aquel entonces no había móviles, así que nos intercambiamos papelitos con los números de teléfono antes de separarnos.

La familia en cuya casa dormí aquellos días era extraña. En realidad solamente recuerdo a la señora, que era bastante antipática y poco habladora. Fue una suerte, porque aquello significó que (1) ella no pensaba mover un dedo para llevarnos a ningún sitio, y (2) los remordimientos que pudiera tener por el hecho de estar estafando a una pobre mujer de buena voluntad y no al Papa de Roma se evaporaron al instante. Seguro que la Santa Sede le daba una compensación económica; indulgencia plenaria como mínimo. Bolingo y yo compartíamos habitación, y también había en la casa unas chicas españolas y una pareja de polacos heavys que parecían buena gente. De todas formas, nosotros dejamos nuestros trastos y salimos de allí enseguida con la excusa de acudir a algún acto de Taizé. Compramos una tarjeta telefónica según nos habían recomendado, llamamos a Braktor y nos perdimos por las benditas tiendas de rol de la capital francesa.

Después de cenar volvimos cansados a nuestro refugio. Bolingo y yo abrimos la ventana de la habitación para fumar hacia afuera apoyados en el alféizar, pero los sensores de la señora (diría "madame" para que quedara más pintoresco, pero igual se malinterpretaba) debían estar bien calibrados y detectó el olor casi al instante. Antes de aspirar la última calada ya teníamos a una mujer vociferándonos en la cara, diciendo que en aquella casa no se podía fumar. No hubo forma de explicarle que estábamos echando el humo a la calle y no iba a oler a tabaco más de lo que ya olíamos nosotros. Pero tampoco era necesario: al fin y al cabo, era su casa. Dimos la última calada y tiramos el humo y el cigarrito por la ventana. Desde aquel incidente, por alguna razón, no volvió a dirigirnos la palabra a ninguno de los dos.

Sólo era la primera noche en París y ya nos habíamos perdido la primera cena/misa/festival católico. En lugar de acudir habíamos estado dejándonos dinero en módulos del Cyberpunk 2020 y cartitas coleccionables de Jyhad, y dando un par de vueltas por la ciudad. Por si fuera poco, ya habíamos incurrido en las iras de la mujer en cuya casa teníamos que hacer dos noches más como mínimo. Me dormí pensando si no acabaría siendo necesario abusar un poco de Marine y pedirle que diera asilo a dos indigentes en casa de su madre.

¿Conseguirán nuestros héroes escapar de las garras de la Fuerza de la Tradición? ¿Lograrán contactar con su enlace en París? ¿Podrán escapar de allí sin acudir ni a una sola misa? ¿Acabrán imitando a Chiquito borrachos en nochevieja?
Habrá que esperar a la conclusión para saberlo...
 
Enviado por Manu, 3:37 PM | Comentarios (0)
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2 de Febrero 2005

Batallitas: Nochevieja en París - 1

Los antecedentes. Existe una organización católica formada por jóvenes de todo el mundo que, cada fin de año, hacen una especie de megareunión en una ciudad europea distinta. En realidad no sé si todavía existe, pero desde luego existía hace ocho o nueve años. El nombre es Taizé. Los sacerdotes se encargan de publicitar este hecho entre los jóvenes de su parroquia y animarles a que celebren la nochevieja junto a otros miles de minicatólicos en la ciudad que corresponda. Aquel año tocaba París.

Así que claro, para allá que nos fuimos Braktor, Bolingo y yo. En realidad no nos enteramos del viaje por la parroquia (no es que la frecuentemos demasiado, precisamente) sino por la hermana mayor de Braktor, que era amiga de un cura y ya llevaba años viajando por Europa de baratillo junto a otros colegas. Se limitaban a guardar las apariencias hasta cierto punto para no incomodar a su amigo sacerdote y, una vez estaban en la ciudad de turno, se dedicaban a hacer más o menos lo que les daba la gana. Turismo barato, ya digo. La diferencia de precio la paga el Vaticano. Cuando Braktor nos contó la idea, era difícil decir que no. Además, explicó que su hermana y los amigos solían montárselo bastante bien para aprovechar el viaje al máximo, y que podíamos acoplarnos a ellos sin ningún problema. Y con esto y un bizcocho, un buen día 28 de diciembre nos plantamos en la parte de arriba de un autobús que cruzaba la mañana castellonense en dirección a la autopista.

Echando un vistazo rápido a nuestros compañeros de viaje, parecía que en los asientos del fondo había otro grupete de infiltrados. Ya éramos tres: los mayores, nosotros y ahora ellos. Llevaban melenitas grunge (era la época, qué se le va a hacer) y parecía que hablaban más alto y con más animación que el resto. Pero nuestras esperanzas de colegueo entre topos se truncaron tan pronto como les vimos extender una pancarta contra los cristales que rezaba algo como "Jesús te ama". Los tres llevábamos walkman en previsión de las probables homilías que iban a escucharse por los altavoces del autobús. En principio sonaba música pop, así que nos dedicamos a mentener una charla en voz baja sobre el único tema posible (¿dónde coño nos hemos metido?) y sólo nos pusimos los auriculares para echar la siesta. Pero después sonó un chasquido y se oyó la voz del cura.

- Bueno, amigos, nos dirigimos a París para un encuentro de blablablablablá. Llegaremos a tal hora. Una vez allí blablablablablá. Y para terminar, os leeré un pasaje de la Biblia que viene al caso.

Nos leyó un pasaje de la Biblia que venía al caso. No era muy largo. Pero cuando ya respirábamos tranquilos y pensábamos que no había sido para tanto, el sacerdote preguntó si alguien quería bajar a comentar la lectura por el micrófono. Para nuestro horror, el más grunge de entre los grunges de la parte de atrás se levantó y cruzó decidido el pasillo en dirección a la escalera. La siguiente recreación de su discurso es totalmente fiel a las formas y el espíritu de lo que se escuchó allí, su señoría. Puedo aportar al menos otros dos testigos.

- Pues... yo creo... que lo que dice este paisaje es que Dios es guay, que es nuestro colega. Esto... que a veces nos pone a prueba y tal pero... pero que lo hace de buen rollo. Pa que seamos buenos y eso.

El grunge volvió a su asiento. El pop volvió a la radio. Los casquitos volvieron a nuestras orejas. Parada para mear. Parada para cenar. Supongo que algo dormiríamos en aquellos asientos de autobús, aunque no creo que fuera mucho. Y, ya en territorio francés, paramos por última vez para el desayuno. Nos unimos a la hermana de Braktor y sus amigos, que nos explicaron que una vez llegásemos a París nos disgregaríamos y podríamos ir adonde quisiéramos. Al parecer, la organización había preparado unas cuantas citas multitudinarias (para rezar en masa bajo la Torre Eiffel, comer todos juntos y cosas por el estilo) y algunos encuentros locales en la zona de París que correspondiera a cada uno. La organización del encuentro exigía que cada autobús se disgregara en grupos de dos o tres y se instalara en la misma zona que otros de distintos países, supongo que en aras del entendimiento entre cristianos. Pero como ellos eran los amigos del sacerdote, podían conseguir que uno de los grupúsculos consistiera casualmente en nosotros tres. Una vez separados del autobús castellonense, seríamos más o menos libres. Ellos llevaban años haciéndolo, tenían sus propios planes. Y cuando quisiéramos apuntarnos a alguna visita cultural de las que tenían previstas, el metro de París nos permitiría encontrarnos sin problemas. Empezábamos a tranquilizarnos. Un conocido suyo de otros viajes anteriores se acercó a nuestra mesa, dejó su café con leche, se sentó, sonrió beatíficamente y dijo:

- ¡Abajo la muerte y viva la resurrección!

Y nosotros murmuramos unos tímidos "viva" con los ojos como platos, nos terminamos el desayuno en medio minuto y salimos fuera para que Bolingo y yo pudiésemos fumar. Lo necesitábamos.

¿Llegarán nuestros héroes a París sanos y salvos? ¿Conseguirán disimular su pertenencia al Comando de Infiltración Ateo ante las filas católicas? ¿O serán descubiertos por el Hombre de la Sonrisa y denunciados ante la Santa Sede?
No se pierdan el próximo episodio...
 
Enviado por Manu, 11:01 PM | Comentarios (2)
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18 de Septiembre 2004

Batallitas: Edimburgo

Comenzando volcado de memoria física...

En verano de 1994, cuando yo tenía 16 años, mis padres cometieron la imprudencia de permitir que me marchara un mes a Edimburgo. Por entonces la Generalitat Valenciana concedía becas para aprender inglés en el extranjero a los chavales que mejores notas sacaban en la asignatura, lo cual visto fríamente no tiene demasiado sentido. Pero yo conseguí una de aquellas becas, mis padres me dieron dinero de sobras para mis gastos y me subí a un avión con unos cuantos chavales de mi instituto y otros muchos de otros institutos, la mañana del 1 de julio.

La estancia en Edimburgo era en casas particulares, con familias que cobraban una cierta cantidad por acoger a los estudiantes extranjeros. Los que me tocaron a mí vivían en Portobello, un suburbio residencial pegado a la playa del Firth of Forth, donde también estaba nuestro instituto. Eran una pareja de borrachos de mucho cuidado, muy majos, con una hija pequeña que me odiaba un poco por ocupar la habitación de su hermano. Al llegar a su casa les entregué una botella de coñac del bueno, cortesía de mis padres. No duró: una semana después cociné una tortilla de patatas (typical Spanish, you know) para impresionar a una chica francesa y, cuando propuse hacer unos carajillos de postre, me dijeron que la botella había volado ya. Les gustaba beber vodka después de cenar. El hombre apostaba a los caballos a escondidas de su mujer y odiaba a los ingleses. Cuando le dije que el plan de actividades para el mes incluía una visita a Culloden Moor (lugar de una famosa victoria inglesa en las Highlands medievales) tuvo que pasarse media hora señalándome en un atlas los lugares donde Escocia "había pateado culos ingleses", para lo que les sirvió. Eran la familia perfecta para vivir un mes: no les preocupaba lo que hiciera ni a qué hora llegara a casa, con tal de que me calentara la cena yo mismo si pasaba de las siete de la tarde y les avisara si no iba a dormir. Sólo un pequeño contra, y es que la pobre mujer creyó que debía cocinar un plato típico escocés aunque fuera por una vez. Si alguien menciona alguna vez el Scottish pie en vuestra presencia, huid y no miréis atrás. Es un consejo.

Por la mañana teníamos clases de inglés en un instituto cuyos alumnos de verdad estaban de vacaciones. El examen del primer día me envió a la clase de nivel más alto, no en vano me aprendí las reglas del Rolemaster con 13 añitos, y allí Gabrielle (un italiano que firmaba con la runa "G" de Gandalf, le gustaba la misma canción de Spin Doctors que a mí y solía ir a tocar la guitarra al viejo foro romano) y yo nos hicimos amigos de la profesora. Era una australiana muy maja de 25 años que ponía a los empollones a hacer ejercicios y se pasaba las horas de clase hablando con nosotros, contando historias que yo al menos no tenía edad para saber. También en esto tuve suerte porque a la profe (¡mierda, no recuerdo el nombre!) le daba igual si G o yo llegábamos tarde o no nos presentábamos directamente, y eso nos daba una libertad considerable para montar fiestas nocturnas. Fiestas a las que la misma profesora vino en un par de ocasiones después de que yo le diera la brasa durante días, a ver si mi monitor ligaba con ella.

Había excursiones los fines de semana (al lago Ness, etcétera) y actividades casi todas las tardes. Algunas eran mejores que otras. De los dos monitores españoles que nos asignaron, me hice amigo del que tenía el criterio suficiente para preferir divertirse a seguir el programa a rajatabla. También le gustaba Metallica. Si teníamos que ir a Glasgow para ver un museo poco interesante, por ejemplo, nos subíamos al autobús. Pero una vez allí, el monitor se escaqueaba con cuatro o cinco de nosotros y se nos llevaba a conocer los pubs y las tiendas de discos del lugar. También nos tomábamos algunas tardes libres. A veces montábamos fiestas en la playa desierta (sobre todo después de que el dependiente de una tienda de cachimbas que descubrimos accediera a conseguirnos algo con que llenarlas), a veces recorríamos por nuestra cuenta el centro de Edimburgo y yo compraba mis primeros libros de Terry Pratchett en inglés y los tomos de The Sandman que harían que volviera a España casi sin un penique.

Y a veces pasaba la tarde con Marine. Ella se escaqueaba cuando podía de su grupo de franceses, en parte porque no quería pasarse el día hablando su propio idioma y en parte porque eran unos gilipollas. Nos íbamos mano a mano a perdernos por las almenas del castillo de Edimburgo o a vagar por el parque de Princes Street en busca de lugares para montar botellones nocturnos o a beber unas pintas, y yo era el tío más feliz del mundo. Estaba buenísima. Con ella cometí por primera vez (o casi) el error relativo de siempre: convertirme en su amigo. Antes de que me diera cuenta Marine ya se había liado con otro español, un tío muy majo que no sabía juntar dos palabras seguidas en inglés y por tanto no podía hablar con ella. Alguna cosa se les ocurriría para pasar el rato. De todas formas era una tía estupenda (además de estar buenísima, ¿lo había dicho ya?) y seguimos pasando muchas tardes juntos, cultivando una amistad que se mantendría dos o tres años por correo internacional. Incluso más adelante estuve en su casa un par de veces, cuando determinadas circunstancias inusuales que contaré en otra ocasión me llevaron a París. Ahora debe ser una abogada hecha y derecha. Si alguien conoce a Marine Jobert, natural de Join(t)ville, que haga el favor de darle un beso de mi parte y preguntarle si no echaría un polvo conmigo para que me quite la espinita. Y si cuela, cuela.

Las noches eran lo máximo. El servicio de autobuses de Edimburgo era completísimo, así que podíamos salir por el centro y volver a Portobello casi a la hora que nos diera la gana. Nos hicimos asiduos de un garito llamado The Stones. Bajabas unas escaleras y entrabas en un pub espacioso, con pintas de cerveza baratas, música rock y ocasionales conciertos de glam los fines de semana. También fuimos un par de veces a The Rocking Horse (conocido allí como The Mission), en Victoria Street. No sé si continuará allí, pero debería hacerlo. Tenía cinco pisos con ambientes distintos y nosotros solíamos quedarnos en el que ponían Rage Against The Machine y esas cosas. Creo que allí vi piercings por primera vez; la moda de las rastas y los tatuajes ya empezaba a llegar a España. Conseguimos entrar en un par de discotecas donde servían los refrescos con pistola gracias a las habilidades diplomáticas de monitores y profesora, que hicieron que unos cuantos chavales de 16 o 17 entraran allí donde había que tener 21. Y también consiguieron que la policía nos dejara tranquilos cuando vino a disolver un par de fiestas-botellón en pleno parque central de la ciudad. En una de ellas iba tan borracho que no podía ni levantarme ni casi balbucear, y todo era una confusión de luces de coche patrulla y voces incomprensibles.

Una de las últimas noches que pasamos en Edimburgo (nos largábamos justo cuando empezaba el festival de agosto, maldita sea) nos llevamos un susto tremendo. Estábamos apalancados en una callejuela que salía de Princes Street, cerca del Tourist Info, y se nos acercaron dos tipos. Uno de ellos, el más macarra, nos dijo que no nos moviéramos de allí y envió a su amigo a buscar a más gente. Se apartó un momento la chaqueta y pudimos ver que llevaba una pistola asomando por el pantalón. Los tres o cuatro que la vimos nos quedamos muy, muy tranquis. No recuerdo si informamos al resto entonces o ya a toro pasado. Su amigo no volvía y él se fue a ver qué pasaba, momento que aprovechamos para largarnos bien deprisa y refugiarnos en un pub o coger el primer autobús que pasara, no lo recuerdo muy bien. Probablemente se tratase de un arma de fogueo y el colega quisiera acojonarnos a ver si nos sacaba algo de efectivo, o puede que fueran secretas pero no nos quedamos a comprobarlo. Esta historia se la he contado a muy poca gente, más que nada porque probablemente no se la creerían. Pero es verídica. Cuando bajaba del autobús nocturno en Portobello tenía la costumbre de ir a fumar un cigarrillo a la playa. En una ocasión tuve que pararle los pies a un cincuentón escocés que se paseaba por allí con intenciones lúbricas. La cosa se quedó en un simple "I'm not gay, good night". La noche escocesa es intensa pero relativamente civilizada.

La vuelta a España fue dura. Seguí viendo a la gente de Castellón, y en la facultad me crucé de vez en cuando con un valenciano del que me hice muy amigo allí. Le gustaba Seguridad Social en su primera época post-punk y ambos volvimos a casa con una trenza de colorines que nos hicieron una de las últimas tardes de Princes Street en un puesto callejero que se adelantó unos días al festival. Vi un par de veces más a Marine en París, como ya he dicho. Y la imprudencia que cometieron mis padres al dejarme marchar un mes antes no fue porque pudiera pasarme algo, pese a aquello del tipo con la pistola. Fue por dejar que viera mundo, que probara el helado con Baileys, que comprara libros del Maestro y un disco de Tripping Daisy, que impersonara al monstruo del lago Ness en pleno lago Ness, que eligiera mal, que la gente me contara historias, que me encoñara, que me defendiera en otro idioma, que me emborrachara y cantara My carro was stolen, que visitara museos con una amiga que sabía algo de historia del arte, que cometiera mis errores. Que volviera de Escocia hablando valenciano, como dice mi tío. Así que ahora menos quejas.
 

Enviado por Manu, 10:40 PM | Comentarios (10)
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27 de Julio 2004

Batallitas: The Screaming Pigs

En el instituto, creo que ya he comentado algo, tenía un grupete de música. En realidad, más que un grupo, The Last Tribute éramos Lucho (voz y bongos) y un servidor (piano y coros), aunque en algún conciertillo que dimos en fiestas de pueblo llegamos a tener batería, bajo, dos guitarras eléctricas y un repertorio de casi una hora, perfecto para tocar con más grupillos. Teníamos alguna que otra canción propia, pero también nos dedicábamos a hacer versiones con nuestras propias letras, desde Perfidia hasta los Toreros Muertos:

Me gusta jugar con mi amigo el Monolito
Me gusta jugar con Hastur el Innombrable
Me gusta jugar con mi amigo Nodens
Me gusta jugar con la Semilla Estelar

Ensayábamos en mi casa (para tremenda alegría de mi madre) y decidimos grabar una maqueta con los medios a nuestra disposición, que consistían en un piano desafinado, una grabadora magnética y un bongo. Y toda la gente que consiguiéramos engañar para que tocara con nosotros. Por suerte, en nuestra misma clase unas amigas también habían formado su propio grupo musical y ensayaban en los locales del instituto: eran The Screaming Pigs, las cerdas chillonas. Su guitarrista nos hizo algunos solos y de alguna manera conseguimos convencer al resto para que grabaran unos orgasmos -fingidos- de acompañamiento a una canción que habíamos hecho para reírnos del bakalao a base de golpes de bongo y puñetazos en mi mesa del comedor. Coló. La grabación de aquel tema fue más épica aun que las demás, con mi hermana entrando en casa y pensando que yo había organizado una orgía, Lucho y yo rapeando y dando hostias a cosas y tres chicas gimiendo como si no hubiera mañana.

Solamente tenemos localizada una copia de aquella cinta de cassette (Noches de blanca sartén, llamamos al "disco") y será digitalizada en breve. El Mito del Café-Bar, El Machote, El Frankenstein Mexicano, todo temazos, nena. En todo caso, ahora que el cantante de mi grupo ha vuelto a casa convertido en técnico de sonido nos vamos a dedicar a grabar las canciones por pistas y con buen equipo, en parte por gusto y en parte para ganarle una cena de siete mil el cubierto a un amigo cuya carencia de fe nos resulta molesta. Planeándolo la otra noche, medio en broma, quedamos en localizar a las Cerdas Chillonas para grabar en condiciones nuestra canción de bakalao rancio. Por suerte, aunque nunca llegáramos a hacernos la camiseta que teníamos planeada en el instituto (y eso que dicen que los músicos ligan), seguimos siendo amigos. Y hoy mismo, hablando por teléfono con Anita, me ha dicho que grabaría su pista en septiembre a mucho tardar, cuando pasara unos días en Castellón.

Por supuesto, había que informar del éxito al otro 50% del malvado proyecto, así que tan pronto como ha terminado la anterior conversación no le he dado al play para seguir viendo Dog Soldiers, sino que he escrito el siguiente mensaje:

Mission 1 Clear. Acabo de hablar con Anita y nos hará orgasmos.
Only 3 Screaming Pigs to go...

¿A que nadie adivina a quién se lo he enviado por error?
 

Enviado por Manu, 5:36 PM | Comentarios (11)
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28 de Junio 2004

Batallitas: Oéeee oéoéoé...

Mi primer contacto con el deporte tuvo que ser allá en el colegio, pero la verdad es que no lo recuerdo. No tengo ninguna memoria especial de la primera vez que, supongo, el profesor de gimnasia diría "Manuel -en el cole me llamaban Manuel-, sales a jugar de defensa" o algo. Y es una lástima, porque supuso el principio de una relación odio-odio que llega hasta la actualidad. Me imagino que se debe en buena parte a que nunca he sido demasiado bueno en nada, por decirlo suavemente. De crío ya era el torpe sin remedio que sigo siendo, aunque ahora cuando me fijo en lo que hago puedo evitar provocar el Fin de los Días cada vez que pongo un cazo al fuego. Soy la única persona que conozco con un marcador personal negativo en un partido de baloncesto.

Pero eso fue ya en la universidad. En el colegio era siempre el niño que elegían el último (antepenúltimo como mucho) para todos los equipos y luego acababa de suplente, y bien contento que me quedaba. Me aburría muchísimo en las clases de gimnasia. La llegada de octavo de EGB, los juegos de rol y la afición que ya iba criando a los videojuegos (¡Double Dragon!) fueron más un alivio que una chifladura, y para decantar más aun la balanza fue entonces cuando hice mi gloriosa entrada en la historia negra de los deportes. Competición de natación en la piscina, supongo que para celebrar un final de curso. Todos los padres y alumnos rodeando la piscina y yo, no sé cómo, en la parrilla de salida. En aquella época no era capaz de abrir los ojos bajo el agua; no es difícil imaginar que cuando me golpeé la cabeza contra el bordillo unos segundos después del silbido no era porque hubiera ganado, ni porque hubiera llegado siquiera a la meta. Me había desviado noventa grados y había ido a dar con una pared lateral para regocijo y algaraza de los presentes. Curiosamente, ahora la natación es casi la única actividad física que hago a gusto, así que tampoco debió de afectarme tanto aquello. Tal vez una leve tendencia psicópata cuando se me obliga a ver demasiado fútbol, pero poco más.

Todo lo cual debería servir para explicar que, mientras otras personas se ven atraídas por algunos videojuegos porque les recuerdan el deporte en que se inspiran, a mí me pasa al contrario. No me molesta ver algún trozo de carrera de Fórmula 1 porque, con un poco de suerte, pincharán alguna cámara subjetiva que vaya en un coche. Pero hasta ahí. Pienso que la afición al fútbol tiende a ser un poco excesiva, por decirlo suavemente. Me disgusta ver a toda una ciudad en estado de euforia demencial (pitos, banderas y tracas) solamente porque su equipo haya hecho un doblete. Ni siquiera veo que haya nada que celebrar para nadie que no sea del propio equipo o se lo beneficie, y además un doblete no es para tanto, que hasta tres sin sacarla no empieza a tener mérito. Pero comprendo que los partidos de fútbol son de interés general aunque en ocasiones se hayan comido la emisión de alguna cosa que me interesara a mí. Admito que el deporte rey tiene grandes valores de compañerismo y competitividad, que el fútbol es así y que no hay rival pequeño. Y por ello, con ánimo de entrar en el espíritu del asunto y por sincera camaradería con los seguidores de una afición que no comparto, no quiero dejar pasar la oportunidad de dar la enhorabuena y mis mejores deseos a la selección portuguesa de balompié. Han sido ellos quienes nos han eliminado, ¿no?
 

Enviado por Manu, 2:35 AM | Comentarios (2)
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24 de Mayo 2004

Batallitas: Volviendo

El otro día pusieron en la tele la película Cero en conducta, sobre unos chavales que se las tienen que ingeniar para acudir a un concierto de los Kiss en Detroit. Me la tragué entera, como siempre, y pensé en una vieja historia propia. Hace ya bastantes años tuve la suerte de dejarme convencer para ir a la primera edición del Dr Music Festival, cuando se hacía en Escalarre (Lleida). Cuando se hacía, simplemente. El festival tuvo su mejor cartel aquel año, pero no pudimos disfrutarlo del todo porque la manera más económica de llegar a Escalarre implicaba esperar a un tipo muy raro que terminaba tarde de trabajar y conducía una furgoneta. Se nos escapó la oportunidad dorada de ver a Sepultura en sus mejores tiempos, antes de que Max les dejara. Pero no me perdí a Iggy Pop ni casi ningún otro concierto interesante, y los había a carretadas.

Para cuando llegó el domingo, terminaron los conciertos y recogimos las tiendas de campaña, nuestra economía estaba bajo mínimos. El hombre de la furgoneta se había marchado la noche anterior (ya he dicho que era muy raro) y teníamos que volver a casa por nuestros propios medios. No nos preocupamos demasiado porque suponíamos que tendríamos la oportunidad de acercarnos a un cajero automático, y de momento nos sobraba para el autobús que iba a Lleida. Hicimos el trayecto bastante animados, alucinando con la cantidad de dinero que habíamos gastado y satisfechos de haber aprendido un buen número de juegos de beber, entre ellos la Pirámide. Para un chaval de 18 añitos, ese conocimiento es útil. Sigue siéndolo ocho años después, ahora que lo pienso. El caso es que, ya en Lleida, decidimos ir directamente a la estación de trenes para enterarnos de los horarios. Salía un tren hacia Tarragona, supusimos que regional, para el que todavía nos llegaba el dinero: incluso sobraba para comprar unos bocatas y unas latas de cerveza en el bar de al lado. Apuramos el tiempo sentados el suelo. Tras dos noches de acampada y mucho hippismo, ninguna otra opción parecía apropiada.

Tras subir al tren en cuestión con el tiempo justo, descubrimos que tenía vagón-cafetería. Maldición. Aquello no era un regional. Pero ya estábamos dentro, así que nos limitamos a procurar que el revisor no nos encontrara. Misión imposible, sobre todo teniendo en cuenta que el mejor plan que fuimos capaces de urdir consistía en refugiarnos en la cafetería y tomar alguna cerveza más. Cuando finalmente nos pidieron los billetes, sacamos inocentemente los tickets de regional que llevábamos. El revisor accedió a cobrarnos solamente la diferencia de precio, pero uno de nosotros tenía tan sólo una tarjeta que le acreditaba como hijo de pensionista de RENFE, o algo así, y le permitía viajar gratis en algunos trenes. No en el nuestro. La reserva económica nos llegaba a duras penas para pagar todo, pero no se lo dijimos al revisor. Pusimos carita de pena en lugar de hablar y finalmente se ablandó e hizo la vista gorda. Al final la tarjeta le permitió viajar gratis, aunque los demás sí tuvimos que pagar la diferencia.

Estación de Tarragona. Sin apenas tiempo de averiguar qué hacer, ni mucho menos de buscar un cajero automático, el tren a Valencia que necesitábamos se plantó en el andén. La enorme cola de las taquillas nos obligó a decidir con rapidez, y la decisión fue continuar confiando en nuestra suerte y subirnos directamente. Nos instalamos junto a las puertas, fuera de las cabinas con asientos. Nos reclinamos sobre las mochilas amontonadas y disfrutamos de uno de los Grandes Placeres: un cigarrito en el tren. Al poco escuchamos un enfrentamiento verbal entre el revisor, que ya andaba cerca, y otro grupete proveniente también del Dr Music que acabó con el empleado de RENFE expulsándoles del tren con muy malos modos por subir sin billete. Hechos a la idea de que la siguiente parada, fuera cual fuera, iba a ser la nuestra, le explicamos nuestra situación al revisor con calma. Le dijimos que pretendíamos sacar dinero con la tarjeta de Mónica (ahora mamá de una niña, qué cosas) en Tarragona, pero que no nos dio tiempo. El revisor quiso examinar la tarjeta de crédito por alguna extraña razón, pero el hecho de enseñársela pareció convencerle de que éramos buena gente, no como esos respondones del infierno que estarían apañándoselas como pudieran en la anterior estación. Sacamos todo el dinero que llevábamos encima, que ni siquiera llegaba para pagar dos de los seis o siete billetes que necesitábamos, pero le bastó. Incluso nos entregó un recibo y vino al poco tiempo a ofrecernos un par de asientos que habían quedado libres. Todos decidimos seguir en el suelo, fumando sobre las mochilas. Ninguna otra opción habría sido apropiada.

En la historia, vista con distancia, no hay nada de lo que estar orgulloso. En ningún momento corrimos peligro alguno salvo el de ganarnos alguna bronca en casa por haber tenido que esperar a tener dinero para el siguiente tren, o el de pedir al padre de alguien que viniera a buscarnos a la estación de turno. Simplemente tomamos algunas decisiones, unas rápidas, otras equivocadas, que nos llevaron por pura casualidad a nuestro destino por bastante menos dinero del estipulado. Pero cuando pisé el andén de la estación vieja de Castellón me sentía igualito que Indiana Jones, igualito que los protagonistas de Cero en conducta (aunque no la hubiera visto entonces) cuando los Kiss sueltan las primeras llamaradas. Sólo por esa sensación, aunque tampoco hubiera visto el concierto de Iggy Pop ni ningún otro, hubiera valido la pena el viaje.
 

Enviado por Manu, 3:12 AM | Comentarios (0)
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11 de Febrero 2004

Batallitas: Taronja Rock

En vista de que el presente muestra un horizonte aburido al menos hasta el examen del viernes, me subo un ratito en el DeLorean y me vuelvo cinco años atrás, al mejor cutre-concierto que se haya organizado jamás en dos semanas escasas. Aviso que la historia es larga...

Yo tenía un grupete de música llamado The Last Tribute. En realidad consistía en mi colega Lucho, que cantaba, y yo, que tocaba el teclado y hacía unos coros ridículos. (Hubo una temporada en que engañamos a unos amiguetes para que tocaran bajo, guitarra y batería con nosotros -ver foto al final-, pero no en el momento de esta historia.) Por entonces, unos compañeros castellonenses de la facultad tenían un grupo-orquesta rock y muchas ganas de tocar y beber gratis, así que empezaron a tramar la organización de un concierto donde consiguieran ambos objetivos. Un amigo suyo cumplía años pronto: la ocasión perfecta. Le convencieron para hacer un conciertillo entre amigos, para dedicarle unas canciones en una fiesta íntima a celebrar en una alquería que tenía en una zona llena de acequias entre Castellón y el Grao.

La sorpresa del homenajeado debió ser mayúscula cuando, el sábado de su cumpleaños, vio llegar un camión con barriles de cerveza y un grifo. Tuvo que empezar a sospechar algo cuando una furgoneta trajo botellas de licor, refrescos y cajas de bricks de vino. Y supongo que vería la luz definitivamente cuando apareció el primer desconocido entrada en mano. Sus amigos habían convencido a otros tres o cuatro grupos (el mío incluido) para que tocaran a cambio de bebida gratis, habían imprimido entradas para poder alquilar amplificadores potentes y pagar dicha bebida y, lo más importante, habían vendido las entradas a los amigos de los grupos de música. Y también a los amigos de sus amigos.

Los grupos teníamos que aparecer a media tarde para probar el sonido. Cuando nosotros llegamos, el del cumpleaños ya había asumido la putada y decidió decantarse por la opción más lógica: enganchar la cogorza del siglo. Ya no volvimos a verle sin un vaso en la mano, pero como el sonido de un micro y un teclado se ajusta en un momento nos pidió, todavía sobrio, que le ayudáramos a asegurar la zona con cinta policial. La alquería, como todas las de allí, está cruzada por una red de acequias que a la luz de la luna parecen hermosos caminitos verdes y sólidos, y el dueño no quería muertes por ahogamiento cuando algún borrachuzo decidiera seguir su camino hacia las estrellas.

Finalmente llegaron unas 60 personas. The Last Tribute había hecho un uso razonable de la barra libre y el papel de fumar, y el concierto salió bien. Quedaban otros tres grupos por tocar, lo cual significaba que probablemente los encargados de las barras se iban a cansar de vernos las caras.

Cuando se tiene a 60 borrachos en un recinto al aire libre, no muy grande y rodeado de acequias, no hay medidas de seguridad que puedan evitar algún incidente que otro. La cinta policial había caído hacía tiempo y yo meaba contra una de las acequias. Un poco más allá, dos jóvenes desconocidas me enseñaban sus blancas nalgas mientras me imitaban, una junto a la otra, bajo la luz de la luna. Mientras yo sigo con lo mío, una de ellas pierde el equilibrio, se agarra a la otra y la condena a compartir su destino de espaldas dentro de la acequia, piernas al aire con los pantalones en los tobillos. Me descojono y me la voy guardando, y entonces mi colega Paco pasa a zancadas por mi lado y le pierdo de vista mientras me dice: "¿Pero qué haces meando ahí? Al menos métete un poco más en el camiglugluglu". Y yo, sin poder parar de reir mientras el padre de Lucho (uno de los 60 borrachos) me aborda para felicitarme por la actuación. Le paso el porrito. Lo coge. Me voy a darle una palmadita en la espalda a La Cosa del Pantano.

La noche no se saldó sin más incidentes. Cito casi textualmente al cantante del último grupo que tocaba: "A ver, me han dicho que se ha caído un coche que se marchaba en una acequia. ¿Paramos un momento, lo sacamos entre todos y seguimos tocando? ¿No? Bueno, pues entonces tocamos una más, nos tomamos una cervecita y luego paramos y lo sacamos. Un, dos, un-dos-tres-y". Había mucho cabroncete en aquella fiesta, sí. Pero no hubo nada serio que lamentar, excepto tal vez para los conductores que decidieron dormir en sus coches por precaución y no tuvieron más remedio que enfrentarse al laberinto de acequias la mañana siguiente, con luz pero también con una resaca de las que hacen historia.
 

The Last Tribute!
Concierto de mi grupete, cuando
éramos ciento y la madre...

 

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15 de Enero 2004

Batallitas: De copieteo

Ahora que vienen exámenes, vamos con la historia más surrealista que he presenciado jamás en un aulario de universidad. Ocurrió hace tres o cuatro años, cuando todavía éramos muchos amigos en la facultad y Joel seguía vivo. Era un examen de Variedades Diferenciales, una de las asignaturas más reputas de la licenciatura en matemáticas. Yo ni siquiera estaba matriculado (lo estoy ahora, pero creo que me la dejaré para septiembre), pero el Grupo de Operaciones Especiales necesitaba mi ayuda para que su plan triunfara.

La cosa era relativamente sencilla. Solamente necesitábamos dos efectivos dentro del examen, así que el resto tomamos posiciones fuera de la cafetería del aulario, con un café en una mano y los apuntes de la asignatura en la otra. La espera no se hizo demasiado larga y, al poco de comenzar el examen, el operativo al que llamaremos "Paquito" fingió desistir, salió del aula con las preguntas brajo el brazo y acudió al punto de reunión. El trabajo del Grupo de Apoyo comenzaba aquí: redactar 5 versiones manuscritas y distintas de un examen resuelto que obtuvieran un aprobado seguro y posibilidades de notable. Para no tener ni pajolera idea de la asignatura (y sigo sin tenerla), creo que mi versión quedó bastante bien en un tiempo récord.

El siguiente paso era que "Paquito" esperara a Joel en los servicios del aulario con las cinco copias del exámen dobladas por la mitad, con los nombres puestos y preparadas para entregarlas. Era casi la parte más delicada del plan. A la hora convenida, Joel debía fingir una indisposición ("demasiado café anoche") y convencer al profesor de que le permitiera salir un momento al servicio. Lo consiguió. Acudió al váter convenido, se guardó las cinco copias en el pantalón. Regresó al aula para continuar haciendo dibujitos en sus folios de examen en espera de que el profesor se levantara de su mesa y se despistara un momento para levantarse, colocar las cinco copias sobre el montón de ejercicios entregados y largarse de allí. Ésta era la parte más delicada del plan.

Salió mal. El profesor no se movió de su mesa en todo lo que quedaba de examen, luego era imposible tirarle un fajo importante de papeles al montón sin que se notara. Joel hubiera podido sacar su examen y entregarlo suelto, pero no lo hizo. Tal vez el profesor sospechaba algo de un tipo que llevaba todo el examen haciendo dibujitos y además había salido al servicio, o tal vez simplemente se puso nervioso. El caso es que apareció en el cuartel general e informó al alto mando del fracaso de la misión.

Pero la cosa no acabo ahí. "Paquito" no se dio por vencido y decidió jugarse el todo por el todo: plantarse fuera del aula e intentar aprovechar el barullo del último minuto para colarse y tirar su examen resuelto al montón. Por supuesto, decidí acompañarle para ver cómo terminaba todo aquello. Enseguida nos dimos cuenta de que aquel plan improvisado era inviable porque en el aula no quedaba bastante gente como para que pasara desapercibido. Se le ocurrió una idea maligna: yo debía "tropezarme" con el profesor cuando saliera con los examenes bajo el brazo y tirarle al suelo, momento que él aprovecharía para dejar caer sus folios junto con el resto del desparrame. Me opuse al plan, sobre todo porque aquel hombre ya estaba mayor y no quería cargar con la muerte accidental de una eminencia en geometría (ni de nadie) sobre mi conciencia. Ya pasado el tiempo de examen, seguimos al grupito de profesores hasta la cafetería. Nos quedamos de pie en la barra, disimulando por si se despistaban, se levantaban de la mesa para pedir y aprovechábamos el momento para ejecutar el Plan B. No lo hicieron. Se quedaron todo el tiempo como buitres, pendientes de su preciado fajo de folios, y finalmente hice desistir a "Paquito" de seguirles hasta el despacho.

Nos limitamos a tomarnos un par de cervezas donde estábamos y brindar por los buenos planes, aunque fallen.
 

Imagen que no viene a cuento:

¡Nac Mac Feegle! Observar la espada que emite un brillo azul en presencia de abogados.

Dibujo de Borja Yagüe que me ha enviado
para La Concha de Gran A'Tuin. Sabe que me encantan
los Nac Mac Feegle, así que no creo que le
importe que lo cuelgue aquí ya mismo...

 

Enviado por Manu, 10:02 PM | Comentarios (10)
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14 de Septiembre 2003

Batallitas: Vecinos (y 2)

Me doy cuenta de que desde que inicié este blog no he escrito ni una sola historia en tiempo real. Ninguna empieza con ese "Hoy me ha pasado algo extraordinario" tan típico. Todo son empanadas mentales mías, historias que ocurrieron a mis colegas y alguna batallita, como esta que voy a contar hoy. La culpa de todo la tienen los exámenes, digan lo que digan los Def Con Dos. Días y más días recluído, sin nada más interesante que contar que no sea que "por fin he comprendido el Teorema de los Aproximantes a la Identidad". Y en unos días no cambiará demasiado la cosa porque ahora que he terminado he de ponerme a revisar la novela Brujas de Viaje, de Terry Pratchett, que la peña de la editorial no tardará en avisarme que entrego con retraso. Las entradas del blog serían algo más divertidas ("¡Eh! La traductora no tuvo agallas para escribir 'cojones'"), pero tampoco ninguna maravilla. Habrá que esperar a que pasen cosas...

La Familia Monster

El segundo año de facultad (ya hace de eso) alquilamos un piso de estudiantes David, Joel y yo. Una casa vieja, llena de abuelos y sin más estudiantes que nosotros tres, pero era eso o nada. Nos instalamos en septiembre, cuando los vecinos todavía se bajaban las sillas a la calle para estar fresquitos y controlar quién entraba o salía del portal. Al principio parecían simpáticos. Nos contaron que en el piso que íbamos a ocupar había unos estudiantes muy problemáticos, que siempre estaban montando juerga con la música altísima y fueron un quebradero de cabeza para el vecindario. Nosotros sonreíamos y pensábamos que no tendríamos problemas allí aparte de su curiosidad (cualquier bella joven que saliera del edificio era sometida a un interrogatorio en el que sólo faltaba la pregunta de en qué cama había dormido). Por supuesto, nos equivocábamos.

Cuando empezaron a quitarse la careta descubrimos que nuestra vecina de abajo (una vieja muy fea que vivía con su marido y su hija de treinta y tantos) era la caudilla del edificio, generalísima de todos los vecinos por la gracia de algún dios cabrón. Su segunda de a bordo vivía en nuestro mismo piso. Estábamos rodeados. No diré que éramos unos vecinos tranquilos, pero sí que si alguna fiesta se prolongaba más allá de las 11 de la noche procurábamos bajar la música y el tono de voz. Teníamos la costumbre de montar fiestas los lunes y los jueves (aquel año estuvo muy bien), pero empezaban después de comer y si se prolongaban mucho acabábamos saliendo o tranquilizándonos. Pero trajeron problemas. Los vecinos de abajo cogieron la costumbre de golpear su techo (nuestro suelo) con la escoba cuando pensaban que hacíamos demasiado ruido, y pronto bajó su umbral de tolerancia. En una noche tranquila podía estar yo haciendo cualquier tontería con el ordenador, levantarme a mear y provocar una guerra mundial de escobazos contra el suelo. Unas carcajadas al ver una peli de risa podían ser el detonante del fin del mundo.

La caudilla empleaba a su segunda de a bordo con sabiduría. Casualmente, las mañanas siguientes a una Noche de Escobas Afiladas siempre nos tocaba limpiar el rellano, y la vecina de al lado se encargaba de recordárnoslo llamando a la puerta a las nueve de la mañana, cuando yo (más dado a trasnochar que mis compañeros) llevaba apenas cuatro horas dormido. Cuando nuestra única aliada en el edificio, una abuelita muy maja a la que siempre pedíamos sal, nos contó que aquellas dos siempre habían sido igual de cabronas, empezamos a responder a los escobazos con taconeos, a ignorar las llamadas a la limpieza de rellano o a cerrarle a la vecina la puerta en las narices tras alguna respuesta cortante. Entonces pasaron a mayores. Nos cortaban el agua cuando lo consideraban apropiado [1], y la primera vez que lo hicieron descubrimos que su llave de paso tenía cadena y candado. No era la primera vez que empleaban esa técnica y se habían asegurado de que no se les atacara con su misma arma. Nuestro buzón amanecía lleno de huesos de aceituna [2], que ya hay que estar loco para guardarse los huesecillos, y en la panadería nos miraban raro, claro signo de guerra psicológica.

La batalla definitiva tuvo lugar una noche que vinieron unos amigos a ver el fútbol y beberse unos litros de calimocho. Yo sólo bebía. Serían las once de la noche y unos golpes en la puerta nos indicaron que la Familia Addams en pleno había pasado a la ofensiva. Salimos David y yo a abrir y confirmamos nuestras sospechas: estaban como cabras. La señora no paraba de llamarnos anarquistas borrachos o algo así, el señor decía que iba a coger su escopeta y la hija simplemente berreaba. Intentamos tranquilizarles pero no había manera. El hombre cogió a David y le apretó el puño contra la cara mientras nos amenazaba y entonces les alejamos a empujones de la puerta y la cerramos. Ya en el comedor analizamos la situación y vimos claro que acababan de amenazarnos con un arma de fuego, por no hablar del intento de agresión. Las raznes que pudieran tener (que no las tenían) eran lo de menos. Aquello rebasaba el castaño oscuro y salía por el otro lado. Decidimos bajar a la cabina y avisar a la policía, aunque sólo fuera para acojonarles y que aquello no se repitiera.

De camino pasamos por su rellano y les dijimos lo que pensábamos hacer. Bajamos a la cabina, llamamos, contamos nuestra historia y volvimos a casa. Un cuarto de hora después teníamos a los maderos a nuestra puerta. Les recibimos con un "menos mal que habéis venido" que les pilló de sorpresa, a juzgar por sus caras. La vecina les había avisado antes que nosotros y les había contado una historia bastante distinta. Les explicamos nuestra versión, agresión y amenaza incluidas. El policía jefe nos dijo que él no era juez y que igual que se creía nuestra historia tenía que creerse la de la caudilla, pero que si estuviera en nuestro lugar pondría una denuncia. Le explicamos que estábamos casi de exámenes y no queríamos jaleo, en un tono de voz lo suficientemente alto como para que no sólo lo oyera nuestra amiga, que sin duda estaba escuchando. Y volvimos dentro a acabarnos el calimocho.

Después de aquello se instauró la guerra fría. No nos atacaban directamente pero nos hacían la vida ese poquito más incómoda con escobazos, cortes de agua e insultos. Colgamos un papel de la pared del comedor e iniciamos una competición para ver quién de los tres recibía más insolencias, en la que Joel obtuvo una victoria muy ajustada. Fantaseábamos con las putadas que íbamos a hacerles cuando nos fuéramos de allí. Joel quería guardarse su propia mierda y echársela en el buzón (tampoco estaba demasiado bien de la cabeza), la de David no la recuerdo muy bien, y yo quería que ellos mismos fueran los agentes de su desgracia: limpiaría toda la casa y dejaría el cubo de agua sucia apoyado contra su puerta para que al abrirla fueran ellos quienes dejaran su recibidor lleno de nuestra porquería. Pero al final nos fuimos de allí sin hacer nada, aparte de explicárselo todo con pelos y señales al dueño del piso y dejar una carta bajo el colchón con consejos para los futuros inquilinos.

Pero durante el año siguiente, si la casualidad me llevaba a pasar por allí de noche, me quedaba diez segundos con el dedo apoyado en su timbre. La familia Monster tiene el dudoso honor de ser las únicas personas que han hecho que las ganas de tocarles las narices me duren más de unos días.

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[1] Intercepción de la línea de suministros.
[2] Guerra bacteriológica. (Volver al texto)

Enviado por Manu, 5:03 PM | Comentarios (41)
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10 de Septiembre 2003

Batallitas: Vecinos (1)

Voy a mudarme muy pronto a un piso nuevo para pasar el próximo cuatrimestre universitario, que de verdad espero que sea el último. En estos años he cambiado bastante de casa, y todas ellas tienen historias que contar sobre mí, pero no pueden. Yo sí puedo, pero en mis historias el bueno siempre soy yo. Muchas de las cosas que podrían contar las casas tienen que ver con los estupendos vecinos del pueblo de Burjassot, y hay dos de ellas que sería una lástima que cayeran en el olvido. Una la cuento hoy, y la más bestia la dejo para otro día...

El Autobusero Psicópata

En el último piso donde estuve viviendo tenía unos vecinos cuyo dormitorio estaba al otro lado de la pared del mío. Las paredes tenían la principal desventaja del papel de fumar (que deja pasar el sonido) y ninguna de sus ventajas, pero el problema no era ese. Por desgracia, jamás tuve la oportunidad de armar escándalo en esa habitación. Pero sí llevaba una vida bastante nocturna y tenía la costumbre de acostarme pasadas las cuatro de la madrugada. Por supuesto, todo previsión, siempre entraba una botella de agua en el cuarto y bajaba la persiana para que Lorenzo no me despertara a horas intempestivas. Pues parece que al Autobusero Psicópata le molestaban muchísimo esos cinco segundos de ruído leve (iba con cuidado), y me lo dijo un par de veces. (Una de ellas, en el autobús que él conducía, delante de todos los demás pasajeros; fue divertido.) Era imposible que ese ruido le despertara si no estaba esperándolo. Estaba obsesionado. Un buen día me desperté a las nueve de la mañana con un escándalo vengador de bakalao a todo volumen sonando desde el otro lado del papel de fumar.

Me fui al comedor a intentar dormir ("a mí este tipo no me va a joder"), pero era imposible. Golpeé las paredes y le grité por el patio interior, pero no se dignó a aparecer hasta que cogí una escoba y empecé a dar golpes contra su persiana con ella. A continuación reproduzco el diálogo, aunque un poco editado ya que él hablaba muy mal y yo estaba muy somnoliento:

     -¿A que jode? -me dijo.
     -Pues sí. ¿Apagas la música?
     -A mí también me jode que tú bajes la persiana.
     -Ya. La diferencia -dije yo- es que lo mío son cinco segundos y no está hecho a propósito, y esto es una putada.
     -Pues cada vez que bajes la persiana, tendrás lo mismo.
     -¿Sí? Pues entonces esto será una escalada. A mí no me importa tener la música puesta hasta las 5 de la mañana -y además me gusta el heavy, pensé, y bien que lo sabes-. Tú verás.

El tío no respondió. La noche siguiente bajé la persiana a la hora de cenar como símbolo de buena voluntad, pero la siguiente me olvidé, la bajé de madrugada y no tuve represalias. "He ganado", pensé. "Le he acojonado". Ya. Claro. En junio la dueña del piso me dijo que tenía que irme de allí. Al parecer el Autobusero Psicópata tenía su número de teléfono y había estado dándole la brasa todos los santos días con lo de la persianita. Se me quedó cara de gilipollas porque no comprendía que la tomara conmigo cuando era obvio que quien estaba molestándola era él, pero no le dije nada. Si quiere que me largue, me largo y punto.

El último día que vi a la dueña del piso antes de ser desalojado volví a hablar con ella del tema. Le dije que el anterior inquilino de la habitación ya había tenido problemas con el Autobusero; yo los había tenido; y ahora que yo me iba, le convenía tener claro que volvería a tenerlos el próximo pardillo que metiera allí. Me dijo que ya lo sabía, que el Autobusero era un pesado, pero... Lo comprendí. No quería enfrentarse con él. Bueno, era problema suyo. Incluso le recomendé que llamara a Telefónica y bloqueara las llamadas que llegaran desde el número del Autobusero. A veces soy demasiado bueno.

Ahora, cada vez que paso por delante del portal del Autobusero Psicópata, me planteo posibles putadas que podría hacerle: algunas fuertes, como llenarle el buzón de porquerías o llamar a su timbre de noche y fijarlo con cinta adhesiva para que tenga que bajar, y otras más suaves, como dibujar una historieta paródica y repartirla por el vecindario, pero todas requieren demasiado esfuerzo por mi parte y no creo que merezca la pena. Además, el pobre gilipollas ya tiene bastante con lo que tiene.

Pintada
Imagen que no viene a cuento:
Esta pintada está en las inmediaciones de la facultad de
ciencias de Burjassot. Y luego se atreven a decir que
yo soy friki...
 
Enviado por Manu, 5:00 AM | Comentarios (16)
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