He visto cosas que nunca creeríais. He volado a lomos de un águila de batalla en la Tierra Media, pasé horror en el Orient Express mientras intentaba frustrar los planes de unos sectarios muy malos, y he cantado el Glory Glory High Computer como todo buen clon del Complejo Alfa a punto de morir. De modo que, aunque lleve algún tiempo -bastante- sin jugar a rol, sigo considerándome rolero. Eso faltaba. El fin de semana pasado, cuando estuve en Cádiz para la defensa de tesis doctoral de un amigo1, hubo un par de ocasiones en las que me sentí como en casa.
El sábado por la tarde salíamos de la cámara oscura que hay en la Torre Tavira y, cuando iba calle abajo pensando en que era raro que a aquellas alturas no hubiera tomado la torre una horda de voyeurs, vi una reunión en la plaza que, al principio, tomé por una concentración de emos. Había unos cuantos de esos personajillos siniestros, pero no vi ninguna vena cortada; a medida que me aproximaba, empecé a ver coletas, ropa holgada y una proporción mujeres/hombres que me resultó familiar. Por si no había bastantes pistas, la primera frase que escuché por la megafonía instalada en la plaza fue: «... y nos han dado un dinerillo para dedicarnos a lo que nos gusta, ya sabéis, matar a familiares con katanas y esas cosas».
¡Eran roleros! Es más: ¡eran roleros con cojones! Porque, durante unas jornadas patrocinadas oficialmente, aludir a muertes por Final Fantasy o a devorar fetos cruditos (como se escuchó aportar a alguien del público) es señal de tenerlos bien gordos. Pero entonces recordé en qué ciudad me hallaba y también que probablemente ha llovido más que suficiente desde nuestros peores momentos de mala prensa, seguramente lo bastante para que se aplique la misma regla South Park por la que ya es lícito hacer chistes sobre el SIDA.
El discurso era gracioso, y podría haberme quedado al menos a escucharlo entero. Pero, como ocurre con muchas actividades roleras, el horario era terrible. ¿Sábado por la tarde en Cádiz? La respuesta automática son unas cañitas con los amigos para hacer tiempo hasta que llegue la hora de cenar y liarla. Así que tomamos cañitas, cenamos y la liamos.
A la mañana siguiente teníamos que levantarnos pronto, dejar la pensión, subir a la furgona alquilada de nueve plazas y hacer camino al este, ya que planeábamos distintas paradas para echar gotitas de gasolina y devolver el vehículo con el depósito pelado. Pero antes, por supuesto, tocaba desayunar en la plaza. En la mesa contigua se sentaba un ser que posiblemente aún no había pasado por casa desde la tarde anterior (aunque admito que con los gaditanos es difícil decirlo), y en un momento dado empezó a hablar a gritos con la gente de otra mesa. No le hice demasiado caso hasta que escuché las palabras «tabla de críticos». La conversación se desvió hacia los hombres-pato de Runequest, que son una mierda de personajes, lo guapas que eran las tablas de armadura de Rolemaster y... joder, ¿cómo se llamaban los robots gigantes esos que hacían combates? Yo no quería intervenir porque sabía que nos marchábamos enseguida, que las charlas de robots gigantes nunca se quedan en robots gigantes. Pero mi voz dijo: «¡Battletech, se llama Battletech!».
Habría podido quedarme a las jornadas del sábado y estar relativamente integrado. Habría podido quedarme a charlar con el rolero del desayuno -que me invitó a sentarme a su mesa y con quien, si mi intuición no falla, también tenía en común la afición a la fiesta- y pasar un rato entretenido. No hice ninguna de las dos cosas, pero la simple posibilidad me reafirmó en eso de que he visto cosas que nunca creeríais, a no ser que os hayáis sentado alrededor de una mesa a inventar cuentos con los amigos. Me recordó que, hasta en Cádiz, hay que ser rolero, perder cordura en el juego, tirando bolas de fuego pa que sepas que te quiero, como un buen... rolero.
(¡Ole!) Perdiendo muchos hits por tiiIIiiiiiIIIIiiiiii...
1. No aprendí nada de reproducción en piscifactorías, pero la visita a la universidad me sirvió de algo: las pegatinas oficiales del váter me enseñaron que, en contra de la creencia popular, si vas a estar más de 26 segundos sin usar un neón, ahorras energía apagando y volviéndolo a encender cuando haga falta. En la universidad se aprende, niños.
Un año más, he sobrevivido al Viña Rock en Villarrobledo. Y ya ni me acuerdo de los que van a estas alturas. Ha hecho un sol abrasador, pero también un viento frío que no se notaba entre el público de los conciertos pero sí al moverse de un lado a otro, y supongo que ha sido el contraste entre lanzallamas y biruji el causante del catarrazo que llevo encima. Menos gente que en los últimos años, posiblemente en parte porque también había menos rock, pero más espacio para hacer el bestia en los conciertos que sí valían la pena y, sobre todo, muchísimo menos agobio en las barras.
Se ha notado muchísimo la ausencia del escenario heavy. Si en el Naranja actuaba el cachas del Bicho, Macaco o algún otro grupo del buenrollismo patrio, el año pasado se podía huir a tomar unos litros de cerveza escuchando a Soulfly, Koma o los Barón. Este fin de semana tocaba tragar con los modernitos de turno, quisieras o no. Supongo que por eso la organización colocó en el recinto atracciones de feria (barco pirata y autos de choque) y videojuegos, que no se hasta qué punto tuvieron éxito. Pero al menos la falta de elección ha servido para constatar que, si a Macaco le sobra tiempo de concierto tras interpretar su megahit Con la mano levantá, no tiene más recursos que volver a tocar Con la mano levantá. Menos da una piedra.
Me imagino que parte de la culpa de que hubiera unos 20.000 espectadores menos este año que el pasado la ha tenido también la economía en general. Tampoco vamos a cargar todos los males del planeta al buenrollismo. Se han sustituido los tradicionales tickets de bebida por moneditas de 2 y 3 euros, supongo que para evitar fraudes que, de todas formas, se han producido con las entradas. Entre el público se paseaban los Mochila Men (llegué a detectar siete al mismo tiempo), que servían litros de cerveza al mismo precio que en las barras; sus caras de cansancio daban mucha penita a finales del festival. De todas formas, como decía, acceder a las barras no resultaba nada complicado, ni siquiera entre concierto y concierto.
Parece ser que para 2010, cuando el festival cumplirá tres lustros, la organización se plantea introducir distintas novedades. La primera será un nuevo sistema de acceso al recinto, para evitar fraudes como el sucedido este año, con miles de entradas y pulseras falsas y una detención practicada ya. Aparte de eso, pretenden hacer público el cartel dentro de «cuatro o cinco meses», y no dos antes del festival como acostumbran. Eso, y que será un «homenaje al rock», lo cual espero que sea una manera oblicua de afirmar sin comprometerse demasiado que tienen la intención de reimplantar el escenario heavy, cercenado sin piedad para la edición de 2009.
Y no puedo dejar esta entrada sin mencionar que (1) por fin se han decidido a no poner la verja que impedía al público acortar el camino bajando por la cuesta hacia los escenarios; total, siempre acababa por el suelo a patadas, (2) Otra Noche Sin Dormir (Rosendo, Barricada y Aurora Beltrán) fue de lo mejorcito del Viña, y (3) que en un acto de dospuntocerismo sin precedentes, utilicé el teléfono móvil para mandar mensajitos y fotos a Twitter durante el festival, que se pueden leer en estos cinco enlaces. Si frases como «La minifaldera que ha entrado al bar ha resultado ser Bebe tras el repaso. Está buena» no merecen entrar en los anales del periodismo de guerrilla, o directamente el Pulitzer, es que el mundo está más loco que un puto Viña sin escenario heavy.
Entrada cortita, que no tengo el cerebro para demasiadas alegrías después de visitar los garitos rockeros de Vallekas (sí, con k, ¿qué pasa?) este fin de semana, cenar dos veces la hamburguesa Rolling Stones, hacer cuernos, desorientarme y dejarme el cuello y los cuartos en sus barras, con buen acompañamiento. Y con buena música también. Por lo general aprovecharía la anécdota para arremeter echando bilis contra el poco rock and roll que se escucha normalmente por la noche, aunque aunque esté claro que hay demanda, pero tal y como está la cabeza ahora mismo, creo que si pienso demasiado tiempo en una sola cosa moriré.
Así que lo limitaremos a un pequeño consejo de supervivencia para la Jimmy Jazz, la Hebe, la Excalibur y demás garitos infernales: nada de tercios y cubatas. Económicamente, compensa muchísimo más pedir litros, sean de lo que sean. Aunque allí los llamen minis, es falsa la leyenda de que los camareros madrileños no comprenden el sistema métrico, y en realidad se pueden pedir como «litros» sin ningún problema. Y aparte de que pedir litros sale mejor de precio y permite el consumo de calimocho (que siempre suena raro pedir un vaso de calimocho), yendo a rondas suele salir la fiesta más divertida.
Buenas noches.
Mi segundo animal tótem fue la gripe. A primera vista puede parecer triste que tu espíritu guía sea una enfermedad contagiosa, pero hay tótems mucho más débiles: sin ir más lejos, me sé de alguien que escogió como animal totémico a Toallín (TM), y Toallín no puede asaltarte desde un cigarro compartido ni desde un beso ni desde un estornudo ni desde debajo de una seta. De la gripe aprendí adaptabilidad y capacidad de infiltración, características de las que no hacía gala precisamente la roca. Pero no terminó de convencerme la idea de que mi modo de vida se relacionara con el de una nube cada vez mayor de microorganismos hiperadaptables. Abandoné las enseñanzas de la gripe y seguí mi camino.
Tras renunciar a dos espíritus tan poderosos como la roca y la gripe, mi juicio se nubló y veía posibles tótems por todas partes: el bien, la creencia erronea de que amanecería justo por allí, los autodefinidos. Pero poco podía aprender de ellos que no supiera ya. Así que me uní en la orilla a quien estaba haciéndose una con el mar, dejando que la arena mojada de la playa la absorbiera y se uniera a su esencia.
Y sin saber como, de pronto estaba en pelotas enmedio de nuestro pequeño fragmento circular de Mediterráneo con una roca en el centro, buceando como un delfín (aunque saliendo bastante a menudo a la superficie a por oxígeno y luz de luna creciente). Y recordé una conversación de aquella misma tarde. Y entonces supe con seguridad cuál era mi animal tótem. Y también supe que no lo había elegido yo sino él a mí, que es como deben ser las cosas en estas situaciones de búsqueda de espíritus guía.
El Delfín Telepático es un animal totémico cojonudo. Y además es mucho mejor medio de transporte acuático que una lancha.
Y quien diga que no, que me lo diga en la calle.
... para robar tenedores.
Lo único que teníamos claro era que no había intención de pagar por dormir, cosa completamente lógica si se piensa un poco pero que se practica menos de lo que debiera. Eso, y que el viaje tendría por destino las muy, muy soleadas tierras del sur de la península. Como poco, tocaríamos pared en el Mediterráneo mirando a África antes de volver.
Pero la primera parada tras la reunión tenía que ser en cierto pueblecito albaceteño donde se produce un licor de orujo con miel que necesitábamos como parte fundamental de nuestro abastecimiento. Y ya en tierras manchegas comunicadas por carretera de montaña, nos acercamos a determinado bar del pueblo donde sabíamos por experiencias anteriores que nos sería posible conseguir tan preciado elixir. El camarero no recordaba nuestra anterior visita, más de un año atrás, y tal vez por ello nos miró con suspicacia (putoz jipiz) cuando le pedimos orujo e indicaciones para llegar a cierto paraje cercano donde nos habían recomendado que pasáramos la noche. Conseguimos tres botellas de licor y nos hicimos el firme propósito de consumirlas durante el viaje y regresar a la vuelta para comprar más y poder afrontar así el duro año que se avecinaba entre excursiones. Pero respecto al lugar para dormir, o él nos indicó mal o nosotros le entendimos mal, o tal vez buscar desvíos de noche en carretera todavía no fuera lo nuestro; en cualquier caso, recorrimos un buen número de pueblos de la sierra en busca de unos metros cuadrados de terreno llano junto al río Mundo. La suerte, como de costumbre, se puso de nuestra parte. Es demasiado fácil acostumbrarse a ella.
Al cabo de poco tiempo, los insectos deciden que tampoco sois tan interesantes como parecía y te dejan en paz. El río sigue tragando agua helada. La ruta Madrid-Alicante sigue su curso hacia el mar. La Osa Mayor sigue en busca y captura.
Y tú te duermes.
O no.
Morella de nuevo. Nivel 2, pequeñines, lo cual significa que un servidor lleva diez años dando la vuelta a la comarca cada último fin de semana de julio. Y como siempre que toca Aplec dels Ports en pueblo grande, parece que todo esté organizado para que los campistas lo pisen lo menos posible y vayan directos de las tiendas a la barra de al lado, de ahí a la zona de actuaciones y de ahí otra vez a las tiendas. Y para que no te libres de escuchar los megahits del verano ni un fin de semana, cosa que nunca ocurre cuando la acampada la organiza un pueblo pequeño. Pese a todo, siempre quedan irreductibles dispuestos a incluir un par de círculos del infierno más en la tradicional ruta de siete.
Todavía no he pensado del todo qué conjuros mejorar con los puntos de desarrollo que obtuve al subir de nivel bajo la lluvia. Un par de crucecitas en Equilibrio Etílico Campo A Través, otras dos en Hacer La Jugada Del Ticket, una en Dormir Cuando Hace Sol, otra en Retrasar La Acidez, la última en Transformar Callejones En Parques De Atracciones. Ninguna magia que no pueda llevar a cabo cualquier Nivel 1 que os crucéis por el camino, aunque sea a menor escala. Pero es que los sortilegios especiales de Nivel 2 no son para los oídos de cualquiera, por mucho que puedan ejecutarse casi abiertamente y sin que apenas nadie se dé cuenta. La sutileza y, sobre todo, la dignidad son sus características principales. En su secreto radica su fuerza, mis jóvenes discípulos. No intentéis comprenderlo.
Y aunque últimamente nos asusten las mañanas y huyamos al pueblo de al lado en busca de sombra y piscina, aunque a este ritmo no vayamos a vivir lo suficiente como para llegar a Nivel 3, sigue valiendo la pena subir un poco al norte y para arriba cada último fin de semana de julio para cargar hasta los topes las reservas de maná. Que luego la vida es muy puta.
Por mucho que al hablar de hostias sea Mr. T quien nos venga a la mente, quien más fuerte te sacude es siempre la realidad. Sobre todo si uno ha estado ingeniándoselas para esquivarla durante unos pocos días. Supongo que es porque te tiene ganitas después de perderte de vista durante tanto tiempo y decide esperarte en la calle, la muy puta.
Ahora, cuando Ruth y Susana acaban de marcharse de casa tras unos cuantos días recorriendo Formentera mochila al hombro junto a Emilio y un servidor, cuando ya no se puede entrar al supermercado solamente con un pantaloncillo y un pañuelo de calaveras en la cabeza, cuando vuelvo a pensar en la cantidad de clases que tendré que dar para recuperarme económicamente, es cuando por fin me como la hostia entera. Las preocupaciones crecen por contraste y el tiempo pasa sin contemplaciones.
Formentera sigue siendo una islita idílica pese a que las playas más libres de roca estén relativamente urbanizadas para el turismo de pasta y miles de italianitos clónicos supercool hayan tomado el lugar como campo de juego en verano. Andando un poco todavía se encuentran calitas estupendas, con arenilla o rocas y el agua más transparente que haya visto nunca. Tanto es así que dudo si seguir resistiéndome a usar las palabras "el puto paraíso" cada vez que me vienen a la mente, aunque rechinen a tópico. Y ayer fue el último día del cuento donde cuatro amigos se cargaron las mochilas al hombro, no por purismo viajero sino por falta de pasta, y se recorrieron una isla del Mediterráneo usando sus piernas y algún que otro autobús de línea, durmiendo en las playas. Del mismo cuento en que los malos se despistan y no te cazan porque están demasiado entretenidos registrando coches a golpe de tricornio, y tú vas a pie. Donde los menos malos, los turistas ricachones, no se escandalizan (demasiado) porque sueltes las mochilas, te desnudes y te metas en el agua en su misma playa. Donde poner un final feliz requiere mucha sabiduría porque, mierda, hay que volver a la puta península y la realidad pega más fuerte que Mr. T.
Y aunque ahora sea imposible no mirar atrás con nostalgia, la sensación amarga de abandonar el puto paraíso se diluirá en los buenos recuerdos y en la certeza de que acabamos de demostrar que, cuando nos lo proponemos (y volveremos a proponérnoslo), sabemos vivir.
O: El camarero majo y el frío del carajo.
Hoy nos hemos despertado en una calita de rocas al este de Platja Mitjorn. No estaba tan de puta madre como la de al lado, sin tanta roca y con un embarcadero ocupado anoche por unos tipos antipáticos, pero seguía siendo genial. Tenía unas piedras desde donde tirarte de cabeza al mar sin abrírtela.
Cafés, tostadas. Fruta. Chocolate. Y la primera etapa de hoy nos ha dejado en Sant Francesc, principal zona habitada de la isla donde un lugareño ha guiado nuestros pasos hasta el bar Pin Por, de visita obligada para cualquiera que recorra la isla y no quiera vender sus órganos para pagar la broma. Medio pollo asado con romero, huevo frito y patatas, cinco cincuenta. Jarra de litro de birra, cuatro euros, baratísimo en esta isla. Y sirven comida a las cuatro y media de la tarde. Y sirven a mochileros, que es más de lo que se puede decir del bar más cercano. El ambiente era bastante distendido, con gente haciéndose porritos en la terraza y bebiendo vino con gaseosa.
Nuestro tiempo se agota. Mañana pisaremos de nuevo la península, y sospechamos que al bajar del barco habrá un tipo con una chaqueta reflectante marcada "Realidad" que nos dará collejas según vayamos pasando.
Ruth y Emilio querían visitar el faro que aparece en Lucía y el sexo, que está en el extremo sur de la isla. Por desgracia no hay autobuses regulares que hagan ese recorrido, y eran demasiados kilómetros para andarlos después del medio pollo. Tendrá que ser la próxima vez. Pero para aprovechar al máximo el tiempo que nos quiera brindar la isla hemos decidido no volver todavía a la zona del puerto. Objetivo: Cala Saona. Medio de transporte: autoestop. Veamos las opciones. Cuatro tipos desaliñados, cargados con mochilas y sacando el dedo pulgar todos juntitos, descartado desde el principio. Tenía que ser dos y dos, y tenía que ser en equipos mixtos para evitar que los hombres tuviéramos que hacer noche en un pueblo sin playa de Formentera, que también mandaría huevos. Al final, una señora muy maja que no hablaba castellano pero tenía un rato libre se ha desviado un kilómetro de su camino para traernos a Susana y a mí a nuestro destino.
Y aquí estamos, servidor con el culo al aire preguntándome si al final el chico de las hamacas se decidirá a decirme algo, dejando pasar este tiempo aleatorio hasta el anochecer.
A lo que Emilio tenía algo que añadir:
Por supuesto, el narrador no cuenta que el otro grupo formado por Ruth y Emilio (o sea, yo) ha conseguido llegar mucho antes debido fundamentalmente a la apariencia física. Además, el coche tenía aire acondicionado y televisión brutal incorporados. Todo es bastante lógico, ya que cuesta más conseguir que te lleven si al lado de una rubia hay un tipo alto, con pelo semirasta y con pañuelo de calaveras y... la camiseta más gay de la historia.
Después de que Emilio escribiera todas estas tonterías en la libreta, decidimos terminar de pasar la tarde jugando al mus en un chiringuito playero, esperando a que la oscuridad nos encubriera cuando robáramos hamacas para dormir en la playa. Una cosa fue llevando a la otra y terminamos pidiendo latas de Kas Limón y vasos con hielo para bebernos el vodka que llevaba yo en la mochila desde el primer día. Más mus. Más Kas. Y al pedir la tercera ronda el camarero me dijo: "Esto os lo estaréis mezclando, ¿no?". En el segundo que me costó reaccionar, siguió: "Lo digo porque tanto Kas a palo seco no puede ser bueno". Uf. "Sí, sí, le estamos echando vodka. No te importa, ¿no?" "No, no, si a mí me la suda, te lo digo porque seguro que era muy malo tomarlo solo". Risas. Mus. Kas. No hay mus. Y las últimas estrellas fugaces en Formentera, pasando frío entre las hamacas y los sacos de dormir.
Aprovechando, decía, el sueño de mis compañeros, me he cortado una uña y la he plantado en tierra. En un principio iba a ser un vello púbico pero luego, si brota, a ver cómo se lo explicas a lo que salga. Me he girado para coger un cigarro y mientras lo encendía una voz a mi espalda ha entonado las siguientes palabras: "Eh, tío, pásate otro por aquí". Para no asustar a nadie, me he llevado a mi otro yo a un lugar apartado y le he explicado la situación. Inmediatamente, por supuesto, se ha arrancado un vello púbico y lo ha enterrado. Hala, clon del clon. He intentado recuperar el control y decirles que no hicieran más Manus, pero ellos le veían el lado positivo a la clonación masiva: controlar el mundo. Finalmente, antes de que empezaran a arrancarse cosas y masificar el lugar, he caído en el único truco que podía funcionar y les he dicho "Vamos a tomarnos una cervecita y nos lo pensamos".
Por desgracia, el primer clon ha ido un momento al servicio del bar y ha vuelto partiéndose el culo con un nuevo Manu, el cuarto incluyéndome a mí. No quiero pensar dónde habrá plantado la uña. Consciente al fin de que había perdido el control, he decidido acabar con el problema de raiz. Sí, controlar el mundo hubiera sido más divertido, pero es que tiene que ser muy cansado. He llevado a mis clones a la playa y, mientras nadaban, he ahogado a uno con mis propias manos. Antes de que el primer clon se diera cuenta de nada ya había estampado la cabeza del otro contra una roca. Y ya fuera del agua me he enfrentado a mi primer clon en un combate singular que he ganado en el último momento, aunque admitiré que los dos luchadores mostramos una técnica de combate ejemplar.
Y ahora, mientras escondo los cadáveres para volver con mis compañeros y fingir que aquí no ha pasado nada, no me puedo quitar de la cabeza las últimas palabras del último clon que maté: "Todavía queda uno. El primer clon escapó por la ventanilla del váter del bar, pardillo, que eres un pardillo, aaargh, aaargh".
Así que si véis a un tipo alto, moreno y desgarbado por Formentera (pues no dudo que el primer clon se quedará en la isla), comprobad si tiene ombligo. Si lo tiene, invitadle a una cerveza. Y si no, dadle una colleja de mi parte, que seguro que el muy cabrón vive mejor que yo.
Despertar marciano. Anoche, tras las advertencias (malintencionadas, creo) del regente de un chiringuito contra el acto de dormir en la playa, encontramos un cráter lunar contra el mar donde pasar la noche. Sin viento, sin frío, pero con infinitos insectos contra los que combatir. De momento voy perdiendo, pero todo se andará. Los biólogos también han empezado a sufrir los efectos de la naturaleza en sus carnes. Desayuno cojonudo, por otra parte. Cafeses con leche, ensaimada, tostadas con aceite y sal y con tomate y queso. Diría que no tienen precio, pero es que sí lo tienen: 12 euros. Ha valido la pena cada céntimo.
Mis estudios científicos demuestran que en Formentera se encuentra el epicentro de una singularidad en el continuo espacio-tiempo. No hay forma de ponerse de acuerdo en la hora, los días pasan volando, no deja de haber estrellas fugaces en el cielo. Todo indica que el núcleo está cerca.
Seguiremos investigando. De momento, hemos adquirido superpoderes (enlace mental, para empezar) y sospecho que aquí las leyendas se hacen ciertas. Acabo de invocar un autobús tan sólo encendiéndome un cigarro y dejando que transcurrieran cinco segundos. Claro que, dada la singularidad espaciotemporal mencionada anteriormente, puede que fuera más tiempo.
Pero si hay algo que imponga su peso incluso ante las oscilaciones del universo, ese algo son los autobuses. El que nos dejó en el Pilar de la Mola, la parada más oriental de la isla, lo hizo a dos kilómetros y medio de nuestro objetivo real, que era el faro. Y en cuanto al tiempo... bueno, andábamos justos. El último autobús que podía sacarnos de allí salía a las tres en punto. Podíamos tomárnoslo con calma y andar de vuelta, claro, pero el camino era largo y serpenteante porque estábamos en un lugar elevado de la isla, a unos 150 metros sobre el nivel del mar y aunque las vistas eran estupendas desde el autobús, íbamos cargados con mochilas y bolsas de plástico. Nuestra mejor opción era la velocidad, tanto que nuestra visita relámpago al faro incluso nos dejó tiempo para tomar algo antes de coger el autobús que nos llevaría a Platja Mitjorn, en la costa sur de Formentera.
Después de andar cinco kilómetros para ver el faro de La Mola y el fin del mundo (2'5 de ida y 2'5 de vuelta) a buen ritmo, hasta la Cruzcampo sabe a gloria.
El título es de Susana, igual que la siguiente anotación:
En efecto: no hay nada como que las olas te bañen, los peces te saluden reclinado en la orilla y una bella mujer desnuda te dé a morder una nectarina porque tú tienes las manos saladas. Macarrilla pero verídico. De todas formas la mañana iba a significar la transición del paraíso al infierno sin pasar por la casilla de salida. Mientras nos bañábamos a conciencia decidimos lo que queríamos hacer hoy: atravesar las salinas abandonadas de la isla para que Susana pudiera sacar fotos y recoger algún quiste de artemia (que nadie pregunte) de camino al puerto y, una vez allí, coger un autobús que fuera al este o al sur de la isla.
Pero recorrer unas salinas al sol es más duro de lo que puede parecer a primera vista, sobre todo cuando hay que hacer equilibrios para no caer con la mochila en un agua saturada de salitre y cuando el sol, reflejado en la sal y atacando por todos los flancos, te tiene en la cuerda floja. O cuando, tras el tiempo indeterminado -pero largo- que lleva efectuar el tránsito, descubres que (1) has ido demasiado al sur, (2) para volver al puerto hay que deshacer camino y bordear una laguna interior con un nombre como Estany Pudent, Marisma Apestosa, y (3) no hay sombra a la vista. Se imponía un cambio de planes, y en Formentera -isla de la distorsión temporal- los cambios de planes siempre son a mejor.
Siguiendo una carreterita hacia el sureste se llega a una urbanización, Sa Roqueta, cuyo supermercado vende agua fresca a 0'60, un cuarto de sandía a 1'50 y la sombra de una palmera te la regala. Algo recuperados ya, nos acercamos al mar en nuestra eterna búsqueda de un café con leche y fuimos a parar a un pequeño hotel cuya terracita (solárium de media población de lagartijas de la isla) daba a un sendero que bajaba hasta una cala diminuta. No parecía que a los camareros les importaran en absoluto las mochilas. Buena señal. Así que tras el café con leche Ruth, Susana y yo bajamos el camino, dejamos la ropa sobre una piedra y nos dimos otro chapuzón regenerador mientras Emilio, algo quemado por el sol, nos controlaba desde la terraza y guardaba la mesa. Para colmo de bienes la parada de autobús estaba donde el supermercado, y el hotel contaba con fotocopia de los horarios y servía tapitas de sardinas asadas a buen precio. La decisión era obvia: apurar nuestro tiempo allí, que a las cinco y media nos recogía el transporte público.
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Es Caló es, básicamente, un pueblo pesquero adaptado al turismo de Formentera. Sus playas son todas de roca aunque tengan resquicios de arena (tal vez traida de otro lado) y, si no fuera porque el agua es absolutamente transparente, cada baño significaría tentar a Jodido Resbalón, el dios maligno de los rasguños y los esguinces. A estas alturas ya habrá quedado claro que cada parada en nuestro viaje significaba una visita al mar para refrescarnos y, aunque no fuéramos conscientes, para suplir parcialmente la carencia de duchas. El ambiente en esta parte de la isla es bastante menos estirado que en las cercanías del puerto (hotel, bañador y langosta) y los lugareños crían extrañas mezclas genéticas de aves, mitad pavo y mitad pato, cuya investigación se limitó a poner nombre a la especie (patovo) porque daban mucha grima. Las playas son testigo de las andanzas de gente desnuda con rastas y los críos a cuestas, musician wannabees con guitarra y timbales y, bueno, nosotros.
Al menos de día. Al anochecer, el camino de tablas de madera que lleva al pueblo ofrece una mesita con sombrilla donde organizar la cena, llena de trozos de red y objetos que han ido dejando enganchados quienes la han usado antes. Nuestra aportación consistió en un par de papeles de fumar y un tenedor de plástico, que aunque no lo parezca pueden ser providenciales para alguien que venga después en nuestra misma situación y ande necesitado. El emplazamiento, lleno de matorrales, es también un buen lugar donde esconder las bolsas de comida para ir a tomar un último café con leche, algo más ligeros para esquivar a los patovos, antes de buscar un sitio donde dormir.
Tras dormir en la playa sin un mal saco que te aísle del ambiente, la humedad en los huesos debería ser un impedimento serio para que a uno le apetezca bañarse en pelotas recién levantado, pero la transparencia de las aguas, la solana que nos sorprendió por la espalda y la presencia de dos mujeres hermosas en el mar se convirtieron en un contrapeso más que razonable. Emilio seguía durmiendo, el muy pardillo. Poco más al norte de donde estábamos hay una construcción que bien podía ser un bar, así que nos pusimos algo de ropa y nos acercamos a explorar la zona. En efecto, un bar. O más bien un restaurante, pero no abría hasta la una y media: de momento, nos quedábamos sin el café.
No es que las playas de Formentera sean nudistas, pero sí hay un cierto espíritu de que cada cual vaya como le dé la gana. Donde habíamos estado durmiendo casi todo el mundo iba desnudo, pero a medida que hacías el camino de vuelta por la playa se veían cada vez más bañadores. De todas formas, Susana y yo no nos vestimos hasta salir al camino que da al puerto. Tras una expedición al supermercado barato (en comparación) y una parada técnica en el bar barato (en comparación) que estaba cerrado la noche anterior, contábamos con suministros de comida y agua para pasar holgadamente el día. Pero nos seguía faltando el café.
El restaurante donde habíamos preguntado estaba anexo a un molino viejo, ya sin aspas. Y solamente ahora, al dejar los mochilones junto a la entrada, nos dimos cuenta de que estaba a rebosar de comensales devorando langostas y paellas de marisco. Nos conformamos con una cerveza y decidimos dejar el café para la sobremesa sin saber que muy poco después el viejo molino, con su escalera de acceso y su sombra providencial, nos iba a proporcionar el lugar perfecto para nuestros sandwiches de sardinas. Si los camareros nos vieron subir (y es difícil que no nos vieran) ni nos dijeron nada ni hicieron comentario alguno cuando volvimos al restaurante para tomar, ya por fin, unos cafés con leche.
Tras echar una siesta poco más al norte, en la playa de Ses Illetes, las científicas marinas se marcharon a reconocer el terreno y explorar las salinas abandonadas que quedaban cerca. Pero el biólogo y el matemático no se quedaron cortos: la combinación de un pequeño islote cercano a la costa, el anochecer, el ángulo correcto y mis ganas de cagar nos hubieran proporcionado una foto digna de premio. Para que luego digan del método científico. Menos mal que no nos tomamos la molestia de sacarla porque, creo que no lo he comentado todavía, mi cámara digital tenía el firmware sin actualizar y no escribía bien en la tarjeta de memoria que le puse justo antes del viaje. No creo que pueda salvar más de 30 fotos y 5 videos, impublicables aquí en su mayoría.
En todo caso, las científicas marinas habían explorado bien la zona y nos guiaron, de nuevo con las mochilas a cuestas y ya de noche, hasta otra playa cercana que daba al este y caía bajo la jurisdicción de un chiringuito llamado Tanga, al que nunca estaremos lo suficientemente agradecidos por cedernos sin coste alguno cuatro de sus hamacas para pasar la noche. Aunque ellos no lo supieran, claro. Y sin cenar (por alguna razón, mi apetito al menos casi se anula cuando me paso el día haciendo cosas interesantes), sin casi fumar, volvimos a caer rendidos bajo las estrellas fugaces.
Desperté. Seguíamos en nuestro rinconcito de la muralla de Ibiza City y nadie nos había molestado para nada. En lugar de los guardias civiles con los que esperaba despertar había en el parquecillo de al lado un tipo con chándal haciendo Tai Chi. Dormité otro ratito en armonía cósmica, huyendo del sol de la mañana.
Desperté. El místico se estaba dedicando a hablar con una mujer en el parque, tal vez indiferente a las necesidades mundanas. Nosotros, en cambio, no veíamos la hora del café con leche. La mañana se nos fue entre el desayuno y las expediciones en equipos de dos (sin mochilas) para conseguir los suministros que, faltos de sabiduría astral, habíamos olvidado traer de la península: el Cuchillo Único y la Linterna Única, sin la que probablemente hubieramos vuelto algo más magullados de los paseos nocturnos por Formentera que vendrían después. Y sin comerlo ni beberlo (y nunca mejor dicho, por cierto) llegó el momento de acercarnos de nuevo al puerto para conseguir los billetes que nos llevaran a la isla de al lado. 17 euros ida y vuelta en un ferry de los que tardaban una hora en hacer el recorrido, y con el tiempo justo para visitar alguna playa ibicenca antes de largarnos.
La elegida fue la playa de Ses Salines, más por cercanía y disponibilidad de autobuses que por otra cosa. La playa era espectacular, aunque la masificación y los dos chiringuitos másquepijos con que contaba (que servían comida con mesa y mantel en la misma playa y bandejas con cubatas a los barcos fondeados cerca) la deslucían un poco. Por suerte, los habitantes naturales de la playa no habían descubierto los encantos de zamparse unos sandwiches a la sombra de unos pinos y pudimos estar bastante anchos, sin mantener demasiada relación con ellos excepto cuando salí con la misión de conseguir agua. 2'50 por una botellita de medio litro, señora. Y tras mirar la lista general de precios, fue imposible no hacer la siguiente anotación, que espero que sirva de advertencia para otros incautos del futuro que piensen que no vale la pena cargar con litro y medio de agua desde la parada de bus hasta la propia playa:
Ya de vuelta en Ibizápolis, carajillo y embarque en un carguero-ferry donde compartíamos pasaje con unos camiones a rebosar de suministros para Formentera. No es que fueran mala compañía, pero a veces los vaivenes del barco hacían temer un poco por su suspensión. Y por su peso al volcar si esta última fallaba, claro. No llegó a ocurrir, y el carguero nos dejó sin contemplaciones en el Port de la Savina, algo desorientados entre tanta empresa de alquiler de vehículos. Con cinco días por delante y sin planes definidos, con la casa a cuestas y casi anocheciendo. Perfecto. Por supuesto, decidimos tomar una cervecita en el primer bar que encontráramos y pensar allí qué haríamos a continuación.
Y menos mal, porque el camarero del bar le explicó a Susana que en la isla había ocurrido un asesinato hacía nada. La historia cantaba cosa mala a crimen pasional (a crimen de celos, vamos) y a la vista de los hechos estaba claro que no hacía ninguna falta el CSI-Formentera para resolver el caso, pero las autoridades lo habían tomado como excusa para hacer una pequeña purga de hippies en la isla. Opinión del camarero, no mía, que conste. A los 35 picoletos que vagaban por allí normalmente se habían añadido otros 50 procedentes de Ibiza y estaban peinando el sur "en busca del culpable", así que no era muy recomendable bajar en un par de días, tanto por el posible asesino como por los seguros guardias civiles. Mil gracias, buen hombre, diga qué le debemos por las cervezas.
La siguiente misión era encontrar un supermercado para aprovisionarnos, y en ella atestiguamos la certeza de un hecho del que estábamos sobre aviso de antemano. Los supermercados de Formentera son caros. Sabiendo comprar (y andando con dos vegetarianas) no es algo abusivo, pero hay que irse con ojo. De todos modos, al final decidimos dejarlo para el día siguiente. También decidimos cenar de caliente aunque fuera una vez y en esa segunda misión descubrimos otro hecho que no conocíamos pero que nos acompañaría durante todo el viaje: que te nieguen la entrada en algún bar por las pintas y las mochilas es algo que te conviene, ya que normalmente el cabrón prejuicioso de turno te allana el camino para encontrar algún otro sitio de puta madre. En nuestro caso fuimos a parar al Café del Lago, una especie de pub-restaurante regentado por italianos donde puedes cenar medio rissoto de marisco, media pizza, cervezas y carajillo por algo menos de 10€. Incluso con 50 italianos coreando los goles de su equipo en la televisión de dentro, aquel restaurante a orillas del Estany des Peix era un oasis. Poco hippie, admitido, pero un oasis de todas formas.
Y la noche acabó con un paseo nocturno, linterna en mano, en busca de una playita al norte del puerto donde pudiéramos caer agotados para pasar la noche y esperar a que el sol nos dijera que había llegado la hora del primer baño en la isla.
Fin de la paranoia. Apago la luz. Bona nit.
El despertador sonó en su momento y resultó que ya era el día en que salíamos hacia Formentera. Llevábamos algún tiempo planeando el viaje (planeando los ferrys, más bien, porque las previsiones terminaban tan pronto pisáramos nuestra isla de destino), pero anoche no se nos ocurrió ninguna idea mejor que acercarnos a la fiesta del FIB en la playa, donde los visitantes que todavía aguantan y los castellonenses sin mucho que hacer se reúnen por una vez y bailan juntos. O se asquean de la música, en mi caso. De todos modos, sonó el despertador y yo aproveché el momento para llamar a mis alumnas y cancelar todas mis clases. De esta manera conseguía un objetivo doble: por una parte no me pagarían el dinero que me debían y así tendría algo a la vuelta, y por otra ganaba un tiempo necesario para hacer la maleta, que el autobús hacia Dènia salía muy pronto.
- Una tienda de campaña.
- Un bañador, que nunca se sabe cuándo será necesario.
- Tres pares de calcetines, todos los que tenía limpios. Tres gallumbos.
- Unos pantalones cortos, cuatro o cinco camisetas de manga corta, unos vaqueros, un jersey por si acaso.
- Una cámara digital.
- Una libreta que daban de publicidad de Cocacola, por si nos apetecía apuntar alguna cosa. Un boli.
- Seis paquetes de Camel, uno de Samson blanco (el menos fuerte) y un par de libritos de Rizla. El Mechero Único.
- Unos cuantos CDs.
- Un pañuelo negro con calaveras.
- Un cepillo de dientes.
En el autobús hemos sido testigos de la resaca del FIB. Los asientos de delante estaban ocupados por jóvenes derrotados, durmiendo o pensando (digo yo) que no se merecen que al conductor del bus le guste la emisora Kiss FM. Después de la música FIBera que tuve que tragarme anoche, yo creo que se merecen eso y mucho más. Pero les comprendo, pobres. A mí tampoco me hace ninguna gracia. Hablando de lo que nos espera en la isla, Susana ha utilizado las expresiones "canibalismo" y "Battle Royale", lo cual al menos ha conseguido preocuparme un poco y distraerme de la música pastelosa del autobús.
Hemos desembarcado ya de noche en la isla de Ibiza, primera parada obligatoria de nuestro viaje y antro maldito y lleno de turistas italianos. El primer palo nos lo hemos llevado al intentar encontrar una consigna donde librarnos de los mochilones para poder dar una vuelta por los garitos de la isla: 36 euros del ala por guardárnosla hasta mañana. Casi ná. Se nos ocurre el plan genial de localizar una pensión donde alquilar una habitación individual y utilizarla de almacén, pero Ibiza no es la isla apropiada para ese tipo de cosas. Aquí, si quieres una consigna la pagas. Y si quieres una habitación te jodes, que está todo lleno.
Pero de camino, y mientras asumíamos que íbamos a tener que cargar con las mochilas esta noche, hemos conocido una parejilla muy maja y un bar estupendo, el Pub Suy (c/ Jaime I, 6), con mesitas bajas en la calle, cojines en el suelo y una camarera muy amable que nos echa una foto y nos avisa de que ha llamado a la policía por un problema con la alarma, que no nos asustemos que no va por nosotros. Y que intenta indicarnos un buen lugar para dormir en la calle, aunque luego nosotros no le hagamos caso y terminemos la noche en la muralla del castillo, con las cabezas sobre las mochilas por si los cacos y, supongo que no por última vez, con las estrellas sobre las cabezas.
Sabíamos que podía ocurrir. El picoleto verde es ladino y nosotros éramos conscientes de ello, pero no creímos que acabara ocurriéndonos de verdad. Habíamos acampado más allá de la zona oficial, aunque sin haber visto ninguna indicación al respecto. Los mismos guardiaciviles nos dijeron que habían sido ellos quienes habían tapado el cartel de "Final de zona de acampada" a propósito porque la gente no cabía, aunque no pretendían que nadie plantara las tiendas tan allá como lo habíamos hecho nosotros. Lo decían como si se nos hubiera ido mucho la cabeza, yéndonos tan lejos, como si estuviera muy claro lo que pretendían exactamente al tapar la señal. Hubiera sido mejor idea que movieran la señal en lugar de taparla, aunque no se lo dijimos en el momento porque nunca es conveniente soliviantar a un picolo. Puede que confiaran demasiado en los poderes telepáticos del campista medio, aunque me inclino a creer que la explicación más sencilla tiende a ser la correcta: ni se les ocurrió.
En su visita a nuestras tiendas de campaña cerca del nacimiento del río Mundo nos explicaron todo esto, nos pidieron los DNIs y tomaron nota ("por si luego hay mucha porquería o se quema algo, ya me entiende") y nos dijeron que no era necesario que levantáramos el campamento si solamente nos íbamos a quedar una noche más. Que si venía otra patrulla les dijéramos que ya nos habían identificado ellos. Finalmente las circunstancias nos hicieron marcharnos aquella misma tarde, pero pese a las historias que se contaban nos fuimos de allí relativamente tranquilos.
Ya han llegado dos multas de 60€. No sabemos si es que están procediendo por orden alfabético y con extrema lentitud, para intimidar, y nos acabarán llegando a todos o si, de nuevo la explicación más simple, vieron tres tiendas de campaña y por tanto envían tres multas. En este último caso, a Susana tiene que estar a punto de llegarle la suya. Y el caso es que presentan defectos de forma por todas partes (no se nos multó en el momento, no se nos comunicó que se nos identificaba para enviar la multa personalizada, la señalización de la zona de acampada era deficiente, y si me apuras seguro que ni dijeron buenos días) pero no tengo muy claro si interesa recurrir las multas o si va a ser peor el remedio que la enfermedad. Las multas de la civil eran las que se pagaban y las de la local las que se dejaban prescribir, tengo entendido, aunque lo consultaré de todas formas con un proyecto de abogado. De todas formas, proceden del departamento de Medio Ambiente de Castilla-La Mancha. Bonita forma de promocionar sus parajes naturales. Lo que sí tengo claro es que todo aquello de "si viene otra patrulla decidles que ya hemos pasado nosotros" tenía un sentido oculto que se revela ahora: tampoco era plan que nos llegaran dos multas por cabeza y delito, no fuera a ser que nos planteáramos en serio lo de recurrir en lugar de pensar en el descuento por pronto pago.
Anoche llegué sano y salvo a Castellón después de unos cuantos días estupendos. Al final, lo de llamar San Perro al lugar donde me dirigía ha sido más exacto que si hubiera escrito San Pedro porque ni siquiera hemos entrado en la provincia de Almería.
Esta tarde empiezo a rellenar los días con la crónica, aunque las fotos tendrán que esperar algo más...
Amaneció, desperté solo en el colchón que (por una vez en la vida aunque sea) compartía con dos bellas mozas y era el día de volver a casa. Aparté el pensamiento, aparté el saco de dormir que me había aislado cuando no debía, maldición, y decidí que ya iba siendo hora de darme una ducha. La última había sido cuatro días atrás y, aunque hay cierta tolerancia en las acampadas, la cosa empezaba a pasar de castaño oscuro.
Hacía sol. Por primera vez en todo este tiempo, hacía un día estupendo y teníamos un lugar bonito (el patio trasero de casa de Ana, con sus bancales verdes) para aprovecharlo. Con una pera, una manzana, un vaso de zumo de brick y unas tostadas con aceite y sal, base de nuestra alimentación como creo que ya he dicho, el puto paraíso. Otra vez. Tanto queríamos evitar el momento de volver a la realidad que cuatro de nosotros (creo que Maijo es la única que no había nombrado, y conste que no es por falta de méritos) decidieron quedarse un día más. Para los que abandonábamos ya el sueño, al menos quedaba la última comida, en el mismo bar donde hicimos la primera cena.
Sí. Más rabo.
Y también más orujo, que había que reponer a sus propietarios las botellas de recuerdo que nos bebimos cuando pasábamos tanto frío. Un café, una visita rápida al museo que tenían montado con los restos de excavaciones arqueológicas de la zona. Y un inciso: Excelentísima alcaldesa de Liétor, si algún vecino repara en que la maniquí del diorama del piso superior empuña una cuchara cuando ésta debería estar sobre la mesa, sepa que la responsable es Susana, natural de Castellón de la Plana. Y yo no he dicho nada.
Para demostrar, después del trayecto en coche y los atascos, antes del aspirado del coche y el rapado del perro, que las aguas volvían a su cauce, me perdí en las carreteras de Valencia. Pero no durante mucho rato.
Teníamos un problema. La noche anterior habíamos acabado con todas nuestras reservas de orujo-miel, y la próxima prometía volver a ser fría. Teníamos otro problema. La mayoría no habíamos dormido demasiado bien, precisamente a causa del frío, y teníamos el cuerpo destemplado. La solución de urgencia era obvia: desplazar el convoy al pueblo más cercano para conseguir suministros y refuerzos. Pero ahí se nos presentó un tercer problema con el que no contábamos. Pau estaba muy mal. No había podido dormir en absoluto y el golpe de calor del bar donde entramos a liberar unos cuantos cafés con leche para la causa le dejó para el arrastre. Ana paseó con él, Susana y yo nos quedamos en su coche por si acaso y el resto emprendió la misión de búsqueda de recursos en el pueblo.
Cuando volvimos al campamento base después de helarnos todavía más las manos fregando cacharros y con la idea de comer y ver de una vez por todas el nacimiento del Mundo, el cuarto problema. Picolos. Guardiasiviles. La Benemérita. El Patrol. Resulta que no se podía acampar donde nosotros lo habíamos hecho, pero ellos mismos habían tapado previamente el cartel de "Fin de zona de acampada" porque el recinto oficial se quedaba pequeño. No era culpa nuestra, y eso lo podían ver incluso ellos, pero nos identificaron a todos de todas formas antes de decirnos que, total, si nos íbamos mañana, tampoco hacía falta que levantáramos campamento ahora mismo. Y ese montoncito de leña que han cubierto ustedes con la lona para que no lo veamos, me lo dispersan a la voz de ya, no la vayamos a tener.
El mediodía avanzó y se hizo evidente que mi idea de la sopa de pescado de brick era buena, pese al choteo inicial. Ja. Pero Pau no mejoraba. El Sub-comando Tranki se desplazó de nuevo al pueblo para hacer, sí, otro carajillo y comprar una manta para que el pobrecillo no se nos muriera por la noche. Pese a lo adverso de la situación, todos queríamos seguir con el viaje. Había ese tipo de optimismo que puede rozar lo descerebrado, pero es genial de compartir. Pero no contábamos con el Problema Número Cinco (y no hagan rimas) que nos comunicaron vía móvil: nevada repentina. En realidad, nosotros estábamos a tres kilómetros y ni nos enteramos, luego no podía ser tan grave el asunto, pero al no llevar cadenas en los coches la paranoia con la meteorología se acrecentaba. Cuando volvimos, después del café, había medio campamento desmontado y ya no había opciones que no fueran acabar de desmontarlo. Comprensible, dado que Pau no estaba precisamente en las mejores condiciones, que nadie quisiera incrementarle la ansiedad después de aquello.
Decidimos volver a Liétor para pasar la última noche del viaje. Teníamos una casa vacía y no estaba demasiado lejos, pero el Sub-comando Tranki, por una vez, no quería marcharse de allí sin ver al menos los primeros tramos del recorrido del río Mundo, que nace en la zona. Cuando llegamos, ya en las últimas horas de la tarde, no había cola para entrar el coche. A los cinco minutos de comenzar la visita ya estábamos haciendo el cabra, subiendo en paralelo al primer chorro que vimos bajar entre las rocas por una ladera y llegando al camino que hay más arriba. Pronto descubrimos que aquello era el final del recorrido, así que decidimos hacerlo al revés. Y resulta que es una opción mucho mejor que la "oficial": primero subes a los miradores y ves la parte espectacular y salvaje del nacimiento de un río, luego descubres lugares entre las rocas, dentro del río, donde es delito no pararse a fumar (siempre llevándote contigo las pruebas del delito) y finalmente queda un plácido recorrido entre árboles y sombras, con el sonido del agua, para pasear de vuelta al coche. Si volviera, repetiría el camino en el mismo sentido (el contrario) que esta vez. Vale la pena.
La comodidad terminó tan pronto como desperté en el super-sofá del chalet que habíamos okupado. Había que recoger trastos, limpiar, apagar la caldera y plantearse adónde íbamos ahora que estaba claro que no nos pondríamos morenos en la playita, al menos no esta vez. Por allá abajo, a no ser que los telediarios mintieran (de nuevo) por alguna extraña razón, seguía lloviendo. En Albacete el tiempo no era mucho más caluroso, pero al menos podíamos llevar ropa.
Siempre me habían dicho que el nacimiento del río Mundo era un lugar precioso, así que me pareció un buen plan alternativo cuando salió a discusión. Nos costó poco decidirnos: no es que tuviéramos muchas más opciones, y las que quedaban (permanecer en el chalet o volver a Liétor) privaban a quienes nunca habían ido de acampada de la posibilidad de hacerlo por primera vez. Y al resto, de ver algún otro sitio nuevo. La primera parada, obligatoria, era en el Carrefour: compra de subsistencia, latas y demás, y café con leche. Sabíamos que en Riopar, el pueblo más cercano a nuestro destino, tendríamos de todo. Pero no recuerdo una sola vez en todo el viaje en que pudiéramos tomarnos un café (léase carajillo, al menos en mi caso) y dejáramos pasar la oportunidad. Siempre es agradable viajar con otros adictos.
Devolvimos las llaves de la mansión a Bego y partimos sin más demora. A todo esto, ya serían las 3 de la tarde. Pero llevábamos el horario cambiado desde la inesperada juerga del primer día y no pudimos (ni quisimos) restaurarlo. Por suerte, siempre desayunábamos bien. Otra parada para café en Alcaraz, un pueblo que habrá que visitar con más detalle en otra ocasión -nota mental- porque parecía tener una riqueza arquitectónica impresionante, y esto no es opinión mía sino de Isa, estudiante de bellas artes. Finalmente, Riopar.
El nacimiento del río Mundo está a unos 6 km. del pueblo, con una cola de coches esperando para entrar, pero la zona de acampada quedaba algo más allá. El concepto era la "acampada controlada", que es como la libre porque no hay que pedir permiso, pero con una patrulla del Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil paseándose por allí de vez en cuando. El día siguiente nos enteraríamos de que incluso esta modalidad tiene los días contados en la zona: la gente es muy cerda. Pero de momento había tiendas de campaña para todos los gustos: caravanas, banderas de españa, bakalaeros, gente con generadores y televisores, y también gente normal, claro. De todos modos Nico, el perro de Susana que viajaba con nosotros, es un cabronazo de mucho cuidado y siempre tiende a encararse contra perros más grandes que él con el consiguiente riesgo para su vida, hecho que nos obligó a alejarnos algo más del núcleo de la zona de acampada y nos permitió encontrar el lugar perfecto: un claro llano, rodeado de pinos, frío como todo allí y tranquilo.
Sí, habría podido ayudar a montar el resto de tiendas una vez construido el iglú cutre que llevaba yo. Pero ¿dónde está la gracia de la primera acampada si viene la gente y te planta la tienda?
La noche fue muy fría. A las 11 estábamos a 2º sobre 0, lo que hace suponer que durante la madrugada alcanzaríamos temperaturas negativas. El hornillo de gas, que dudábamos si llevarnos a la playa, se convirtió en un aliado imprescindible. Y el orujo que Susana y Darío compraron de recuerdo se convirtió en combustible para no refugiarnos en los sacos de dormir antes de tiempo. La noche fue larga, divertida (memorable el momento de Darío bailando grandes éxitos de su CD Todo Temazos como el Porrompompero) y sobre todo fría. Y una de las cosas que más risa nos daba era enumerar las capas de ropa que cada cual llevaba puestas cuando la idea original era no llevar absolutamente ninguna. Otro de los propósitos iniciales, organizar luchas de barro y cobrar por verlas, seguía siendo factible (caía aguanieve a intervalos), pero a ver a quién convencías de que se dejara arrancar la ropa a 1200 metros sobre el nivel del mar...
Por supuesto, despertamos tarde. Al fin y al cabo, la noche anterior había terminado pasadas las siete de la mañana y ya de antemano había sueño que recuperar. Seguíamos en Liétor, en casa de Ana, desayunando pan con aceite y sal (que se convertiría en la base de nuestra alimentación, junto al orujo-miel) y zumos, y esperando a que la previsión meteorológica de La Primera decidiera si seguíamos con el plan hippie en Almería o había que improvisar algo. Mientras tanto, los dos perros hacían de las suyas en el patio, con bancales que bajaban hasta un arroyuelo.
En la previsión gráfica del tiempo, la punta del relámpago caía exactamente sobre el lugar al que nos dirigíamos. Nubarrón sobre nuestras cabezas, y eso que estábamos a unos 400 kilómetros y hacía solecillo. No es que nos reuniéramos para decidir qué hacíamos, pero sí se iniciaron conversaciones que nos llevaron a... a posponer la decisión un día más, por supuesto. Acordamos dar un par de vueltas por el pueblo, marchar a Albacete capital y hacer noche en un chalet que nos prestó la hermana de Bego [1]. Mañana miraríamos de nuevo las previsiones y decidiríamos, aunque creo que todos teníamos ya bastante claro que no íbamos a subir en barca estas vacaciones a no ser que lloviera mucho más de la cuenta.
Mientras tanto, exploración. El pueblo tiene dos iglesias, una más grande y con un museo que dejamos de lado, y otra más pequeña, más fea a mi juicio, pero con sorpresa guardada como los huevos Kinder. Sólo que en este caso no abrías el huevo y te salía un muñequito, sino que levantabas una alfombra en el rellano del altar y te salía una cripta llena de momias. Cadáveres de curas que no comían chinas del río precisamente (sus manos se unían beatíficamente muy por encima de la columna vertebral) y de benefactores de la iglesia, como una madre con su hijo esquelético, que debieron morir en el parto hace 300 años. El más espeluznante, de todas formas, era el mejor conservado: un hombre al que todavía se le reconocían las facciones en el pellejo de la cara. Estuvimos allá abajo el tiempo suficiente para verlos todos bien y salimos antes de que alguien decidiera hacernos la bromita de cerrar la trampilla; todo el mundo sabe que lo siguiente que hubiera ocurrido es un ataque zombi sobre el pueblo en toda regla. Y las primeras víctimas hubiéramos sido nosotros.
Bajamos por un camino de cabras hasta el río Mundo, que pasa por debajo del peñón sobre el que está el pueblo, y aquí fue donde me di cuenta de lo que me había dejado en Castellón: cualquier tipo de calzado que no fueran los horribles y antiguos náuticos que llevaba puestos, con su suela desgastada, sus cordones que se desataban y todo tipo de facilidades para matarte campo a través. Cuando quisimos darnos cuenta, ya debajo del pueblo, Darío estaba trepando a una roca y desapareciendo por un agujero, apareciendo en una terraza, apareciendo en otra. Quien pudo y quiso, le siguió. Yo, dada la condición de mi calzado, opté por esperar debajo fumando y sacando fotos y sentir una profunda envidia.
Y finalmente nuestro convoy de dos coches se puso de camino hacia Albacete, ya de noche. Nos reunimos con nuestro contacto allí (¡Bego! ¡Después de seis meses!) y nos guió hasta el refugio que habíamos de utilizar aquella noche: un chalet enorme a 12 kilómetros de la ciudad, perteneciente a su hermana, sin muebles a excepción del sofá de mis sueños y con una alarma que disparamos y que a punto estuvo de enviarnos allí a las fuerzas de orden público, con lo que llevábamos encima. Fue la única noche del viaje que no comenzamos bebiendo orujo, pero lo compensamos con unos cubatas en Albacete y una partida de las largas al Ocalimocho 3.0 (TM), que (por una vez) tuve el buen juicio de traerme.
Calefacción central. Lo que llegaríamos a echarla de menos.
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[1] No pudiste volver de Brasil en momento más oportuno, cariño. Y yo te recibí como de costumbre: pidiéndote favores... Volver.
O: "Extraños compañeros de cama". Y no, no es lo que parece.
El día amaneció nublado y tarde. Las once de la mañana y con una ligera resaca, y miles de cosas que hacer antes de revisar por última vez la mochila para no olvidarme nada. Claro, luego pasaría lo que tenía que pasar. Las perspectivas no eran demasiado halagüeñas para nuestro plan original de pasar unos días haciendo el naturista y comulgando con el cosmos (playero) en San Pedro, Almería. El tiempo que hiciera en Valencia daba igual, pero las previsiones para el sur de la península pintaban las nubes muy negras. De todas formas, estábamos animados y listos para la primera etapa del viaje: Liétor, Albacete. Lo cierto es que juntamos un grupete extraño, que incluía a gente que apenas se conocía o que nunca se había ido de vacaciones con el resto, y supongo que ése fue un factor importante para que saliera tan bien.
Finalmente llegamos a Liétor con bastante retraso respecto al plan inicial, que por entonces todavía teníamos esperanzas de mantener. No importaba demasiado porque de todas formas había que hacer noche allí, pero ya estaba oscuro cuando descargamos los dos coches (7 personas, 2 perros, 3 tiendas de campaña, sacos, hornillos y demás equipo) en casa de Ana. Hambrientos, nos dirigimos al bar El Labrador (recomendadísimo), y allí empezaron a terminar todas las reservas que pudieran tener entre sí los miembros del Comando Almería. Cerveza, vino con gaseosa. Y una frase de Ana mientras pedía al camarero: "¿Queréis rabo? ¿Habéis comido rabo alguna vez?", que dio inicio a las carcajadas que siempre arranca el humor sutil y refinado, y que ya no nos abandonaron en todo el viaje. El segundo condicionante fue el orujo casero. Supongo que será algo típico de toda la parte sur de la provincia de Albacete, pero al menos en Liétor hacían un orujo con miel que quitaba el hipo, o más bien que lo daba a largo plazo. El primer chupito, delicioso. El segundo ardía en la garganta. Y tras terminar la botella que nos dejaron sobre la mesa, ya quedaba claro que no íbamos a irnos a casita a dormir para tener fuerzas al día siguiente.
El canto de sirena (en plena montaña) de los cubatas a 3€ guió nuestros pasos hasta el pub más cercano, donde conocimos y bailamos con lo mejorcito de la flora y fauna local, las mujeres compararon el tamaño de sus glándulas mamarias, un miembro de nuestra expedición cantó a capella a su novia a través del equipo de sonido, y acabamos abandonando el local por vergüenza ante la hora que era ya y llevándonos al Disco Penélope de Liétor (increíble, están por todas partes; ¿será una franquicia?) al barman, que quería hacer negocio fingiendo su propio secuestro. La discoteca, por una vez, no fue repelente, aunque seguía la política de canción-buena-canción-mala para obligar a gente como yo a endeudarse ya desde el principio del viaje y aprovechar las malas para confraternizar con las camareras del local y pedirles cubatas de vodka.
El colofón final consistió, ya de vuelta en casa de Ana, en dormir cinco de los siete en dos colchones de matrimonio y, ya con Susana rendida y roncando, recapitular y llegar a la conclusión de que nuestra tabla de salvación frente a una noche de volver a casa prontito y dormir para estar frescos en la segunda etapa del viaje fue el orujo (no sabíamos la razón que acabaríamos teniendo). Y el rabo, por supuesto. La lástima era que nos íbamos al día siguiente y no pudimos obedecer el anuncio en forma de cartel que estaba por todo el pueblo:
Lo de "entrada gratuita" me dio que pensar...
Saldremos el jueves, pero no está de más ir haciendo los preparativos para el viaje. La idea es pasar unos días en la playa de San Pedro (aunque esta página web se refiera al lugar como San Perro), en Almería. Por lo que sé, es una antigua cala de piratas con un manantial de agua dulce que ahora han tomado unos amantes de la naturaleza como su hogar y chiringuito. Si no llueve el plan es pasar unos días en íntimo contacto con la naturaleza (en pelotas, vamos) y recorrer el lugar. Sé por gente que ya ha estado que es un paraíso, aunque me temo que habrá bastante gente allí estas vacaciones. Tiene incluso una zona con barros para poder interpretar escenas de Lucía y el Sexo y bastantes senderos que llevan a sitios interesantes.
Como no hay más remedio que salir el jueves después de comer (hay gente que trabaja y esas cosas), haremos una parada técnica en el pueblo de Ana para no llegar de noche a Las Negras. Al fin y al cabo, la cala en sí está al final de un sendero de 4,5 km que tal vez no sea buena idea recorrer de noche, y la otra única forma de llegar es en barca, contratando a algún pescador del pueblo que tampoco querrá salir sin luz a la mar. Llegaremos allí el viernes, cargaremos las mochilas y las tiendas de campaña en una barca y nos instalaremos. Más allá de eso, no hay demasiada cosa planeada. Y me alegro de que así sea.
Con lo que supongo que este blog se quedará sin actualizar unos días y después, por arte de magia, esos días se llenarán de posts. Y si no lo hacen, solamente puede significar dos cosas: o que he estado tan entretenido que no he escrito nada o que me he quedado a vivir allí...